martes, 6 de junio de 2017

El tobogán de Vallecas

El colegio era un mundo cerrado; seguro. Un espacio por el que el pequeño Borja medraba con la naturalidad y espontaneidad que su prepotencia natural  imprimía a sus días. Rodeado siempre y jaleado por aquella caterva de incondicionales que idolatraban las maneras soberbias de su líder. Allí, entre los suyos; dónde el uniforme escolar no suponía un hecho diferenciador, ni señalarse como blanco de las risas y las amenazas de otros niños, Borja daba rienda suelta a sus instintos.

En aquel reducido universo de las élites, las castas y los apellidos estratificaban las relaciones infantiles, reproduciendo el mundo de sus padres. Borja era un Fontcuberta, y eso predisponía a los demás a una obediencia ciega y a un respeto irracional.

Pero también alimentaba un ego infinito y un sentimiento de impunidad tan aplastante, que parecía prender un halo místico sobre su cabeza repeinada y engominada.

Borja Fontcuberta era temido por su incapacidad para la empatía. Como un general romano, enviaba a sus huestes serviles a robar, a golpear, a chantajear… El patio aterrorizado era su propiedad y los demás niños, seres inferiores que le debían respeto. Nadie se planteaba discrepar. Ni siquiera él mismo. Las cosas eran así porque así tenían que ser.

Pero aquel sucio parque de Vallecas era horriblemente intimidatorio. Nada que ver con el patio de la escuela privada.  Por alguna razón que le era desconocida, su abuelo Braulio le había dejado allí tras recogerlo del colegio, y le había pedido que esperase unos minutos mientras realizaba unas gestiones en un local próximo a la plaza.

Aquel era un hábitat hostil. Los niños, sucios y con las rodillas magulladas, corrían y gritaban a su alrededor sin prestarle ninguna atención, mientras él permanecía de pie. Inmóvil. Cómo un gato desconfiado. Escudriñando cada rostro, volviéndose ante cada chillido infantil. Todos aquellos niños sucios y escandalosos, vestidos con camisetas tapizadas de manchas y pantalones cortos de deporte, ignoraban su apellido y su leyenda.

Tras unos minutos congelado, con su estampa descontextualizada de niño rico rompiendo el equilibrio de la escena suburbial, dirigió sus pasos hacia los chavales que esperaban su turno al pie del tobogán, guardando algo parecido a una cola.

No supo bien porqué, pero el impulso natural le llevó a plantar su figura frente a una niña más pequeña que él, que ocupaba el primer puesto de la fila. La desplazó con desdén y lanzó una mirada desafiante al resto del grupo. Luego sonrió con la arrogancia acuchillando la comisura de sus labios mientras un silencio surgido de la sorpresa, aplacó el vocerío de los críos.

Vistiendo aún el uniforme escolar, con sus lustrosos zapatos y la americana añil de botones dorados, encaró la escala y empezó a subir al tobogán.

Sintió un escalofrío cuando una mano asió con fuerza su tobillo en el momento que estaba a punto de coronar el último escalón. Luego, todo su mundo pareció derrumbarse cuando esa misma mano tiró con fuerza de su pierna y le hizo perder el equilibrio. Cayó a plomo. La barbilla chocó contra la rampa del tobogán y sus rodillas y espinillas chocaron con las barras metálicas de la escalera mientras su cuerpo caía aparatosamente contra la tierra. La niña a la que acababa de empujar, con el pelo revuelto y una expresión salvaje en el rostro, surcado de sucios churretes de sudor, lanzó una tormenta de patadas contra su cabeza mientras la  algarabía estallaba en un éxtasis jubiloso. Borja quiso gritar, pero el nudo en  la garganta oprimía con tal fuerza, que apenas un gemido inaudible conseguía escapar de su garganta. La sangre empapaba su cara y el dolor, aún narcotizado por la adrenalina, empezaba a expandirse como un torrente desenfrenado por todo su cuerpo. Se encogió cuanto pudo, acurrucado. La espalda contra la arena y el sabor de la sangre en la boca.

Una nube de polvo se levantó a su alrededor cuando, en apenas unos segundos,  los demás niños se sumaron a la lujuria de golpes. Cerró los ojos con fuerza. La granizada de puñetazos de aquella horda parecía no tener  fin.

- ¡Escupidle, escupidle! Matad a ese pijo hijo de puta.

Pero  lo que más le dolía era la risa. Podía oír las risas estridentes de todos por encima de los golpes secos y los alaridos. Por encima de los insultos.

Aquel infierno duró apenas medio minuto, antes de que los gritos graves de su abuelo pusieran a los niños a la fuga. Borja quedó tendido en el suelo, llorando casi en silencio. Con el orgullo tan machacado como el cuerpo ensangrentado, y su vanidad tan deshilachada como la americana añil mellada de botones dorados. Cuando su abuelo le reincorporó, sintió la humedad entre las piernas. Se había orinado encima.



Ángel Molina

sábado, 14 de mayo de 2016

Los miedos de Borja





Los caros y relucientes zapatitos de charol de Borja rompieron la fina escarcha que cubría el charco y chapotearon nerviosos tratando de escapar del agua gélida y turbia. Pero los impolutos calcetines blancos, perfectamente levantados hasta las huesudas rodillas, filtraron el frío y el fango líquido.

-Mirad ahí abajo, hijos.- Don José Fontcuberta de Torres Peralta acompañó su orden con el golpe sonoro de la puerta del lujoso coche cerrándose con rudeza.

Sus dos hijos mayores, Borja y Hugo, plantaban su infantil altanería junto al vehículo, ataviados de domingo tras la misa. Pero sumidos en el desconcierto por lo extravagante de la situación. Fran, permaneció preso del cinturón de seguridad en el asiento trasero, mostrando su desasosiego tras la ventanilla velada de vaho. Don José juzgó que sus tres años no le capacitaban aún para participar de aquel episodio.

El gris del cielo parecía querer arañar con su plomiza panza el desamparo del vertedero. Sobre el fago, infinidad de charcos de agua turbia y terrosa brincaban agitados por los impactos intermitentes de las gotas de lluvia que las nubes lloraban. Y un viento lúgubre gemía entre las casas de uralita y los edificios de ladrillo. El helor del aire aferrándose a su cara y a sus párpados, cristalizó de diamantes brillantes sus pupilas  desorbitadas. 

Desde la altura de la cuneta de la carretera, la barriada parecía, aplastada entre el cielo pardo y el barrizal cubierto de chatarra oxidada y papeles empapados, la alegoría sarcástica de un sándwich de la miseria. Lágrimas de corrosión recorrían las estructuras metálicas de unos columpios que colgaban de una sola cadena, en una estampa fantasmagórica. 

De algunas chabolas, tuberías oxidadas apuntadas torpemente contra la verticalidad del cielo, regurgitaban bocanadas de humo que se disipaban entre el reptar de las nubes.

Ropas tendidas de las ventanas, se agitaban histéricas, empapadas por la lluvia y golpeadas por  el viento lastrado del olor a neumático quemado y  podrido del vertedero. 

Un vello verdecido y ralo de gramíneas, salpicaba las lomas suaves que engullían con sus ocres la imagen apocalíptica. La vida estrangulada por el barro y la basura; enfriada por la lluvia y atacada por un viento furioso.  Sepultada con sus miserias y sus anhelos desatendidos. Con sus desesperanzas histéricas domadas por el temple de la sobriedad endurecida del desengaño. Cubierta por la densa e inquebrantable sombra de un cielo plúmbeo, lastrado de sueños mutilados y podridos que gritaban desde las rasantes alturas, gimiendo por su suerte mientras el aire fustigaba con sus latigazos el galopar majestuoso de las nubes oscuras.

Lejos de Borja, bajo la lluvia, unos críos desharrapados jugaban entre los hierros esqueléticos y calcinados de un coche muerto. Tan muerto y apagado como las esperanzas de aquel pozo oscuro e infecto de Madrid, que parecía incompatible con la luminosa y fina delicadeza del mundo de los Fontcuberta.

Borja sintió un escalofrío que tenía más que ver con un miedo irracional que empezaba a hormiguear por sus entrañas, que con la temperatura rayana en los cero grados.

-Mirad bien ese lodazal. Ahí viven los gusanos. Entre basura, barro y hedores sulfurosos. Apegados a la miseria y a la basura como garrapatas. Como salvajes. Devorándose los unos a los otros con un hambre ciega y asesina. Ahí habita el demonio.

Don José fruncía el ceño y hablaba con tono grave y cavernoso. Con fulminantes destellos de una rabia indómita despuntando en cada palabra y la mirada clavada en aquel enclave olvidado de la periferia obrera.

El pequeño Borja tiritaba por el frío y el pavor que la escena le provocaba.

-De allí, de esos infectos lodazales, lanzará el demonio sus tentáculos una y otra vez contra los nuestros. Contra los de nuestra clase. Contra los humanos que Dios creó, y tratarán de atraparnos para arrastrarnos a su asquerosa condición de especímenes inferiores. Dios los puso en el mundo para que sirviesen a nuestros intereses. Pero hemos de tener siempre presente que son seres viles y envidiosos.  Y esa inquina y esa rabia que guardan para nosotros,  es una amenaza permanente contra la que debemos estar precavidos y a la que hemos de adelantarnos.

Impactado por las palabras mesiánicas de su padre, Borja Fontcuberta agudizó la vista a través de la fina cortina de lluvia y su mirada se cruzó con la de uno de aquellos niños que jugaban alrededor del viejo coche desguazado.

Borja cumpliría diez la próxima semana. Aquel crío greñudo y mugriento, con  la camiseta empapada constriñéndose contra su menudo cuerpecillo,  debía tener apenas tres o cuatro años. Pero había un halo de senectud enturbiando su mirada. El pequeño Fontcuberta guardaría por siempre, no sólo aquella escena, sino todo lo que la rodeaba. Las sensaciones, los olores, el timbre de la voz de su padre, la lluvia helada chocando contra su rostro y las gotas pendidas del flequillo desprendiéndose y cayendo contra su americana gris marengo.

Pero sobre todas las cosas, lo que sobrecogió su corazón y le inspiró para siempre desde las espuelas de un miedo atroz clavado en sus costados, fue la resuelta y decidida acción de aquel niño suburbial. Sus ojos azules, casi grises, fríos como la muerte que parecía habitar en ese tenebroso rincón olvidado de Dios, parecieron atravesar los suyos propios, quebrándole el  iris y la pupila en mil cristales despedidos contra el barro nauseabundo. Borja dio un paso atrás cuando el pequeño se levantó a lo lejos sin parpadear, sosteniendo la mirada. Luego, se agachó y tomó un puñado de fango entre sus roñosas y pequeñas manos.

Borja no entendió lo que aquel gusano barriobajero gritaba mientras corría contra él con el brazo en alto, amenazando con lanzarle el puñado de barro a la cara. Pero de pronto, toda la solemnidad de las palabras de su padre parecieron cobrar sentido.

-Vámonos ya, papá.

Cuando el lujoso vehículo retomó la carretera y se perdió más allá del lodazal, el pequeño Mario Espada detuvo su carrera. Sus ojos claros quedaron clavados en el vacío que aquel ridículo intruso con chaqueta, corbata y pantalones cortos, dejara en su territorio. Pero en su mente, siguió corriendo. Volando tras el reluciente y suntuoso coche hasta alcanzarlo y lanzar su proyectil de barro contra el parabrisas.

 


Ángel Molina

miércoles, 4 de mayo de 2016

La fotografía sobre la mesita de noche




La fotografía ha cambiado en los últimos años y la estampa íntima y agreste guardada con celo por aquel negativo, ha sido arrasada por la impertinente irrupción de los nuevos tiempos. El criminal galope de la vorágine inmobiliaria y el salvaje capitalismo del ladrillo, hundieron sus cascos devastadores en el tierno corazón de aquel rincón del mundo, arrasando el alma silvestre  e inocente de esos acantilados de roca, recogidos sobre las limpias calas de arena gruesa y aspecto perlado.

Pero décadas atrás, el pequeño Juan Manuel Domínguez Baena reía despreocupado con sus hermanos, retando al inmenso mar  con sus pequeñas incursiones contra las olas, que morían sangrando su espuma blanca sobre la playa. Un sol limpio y tórrido bruñía su piel infantil, tersa y fulgente por el agua, la crema y el sudor.

Durante el año, la familia vivía recluida en complejos de viviendas ajenas al mundo. Un espacio de lujos cercado por muros altos y alambradas de espino que mantenían la presión de un universo convulso arañando el exterior de sus defensas. Sólo en ocasiones, la familia escapaba de aquella aséptica atmósfera de suntuosidades para flotar entre la miseria del exterior en su burbuja siempre infranqueable de seguridad.

A la corta edad de ocho años, la carrera diplomática de su padre zarandeaba las velas de su común galeón, arrojándolos a todos contra los rincones más exóticos del planeta. Con toda la crudeza de la palabra “exótico” apuñalando el corazón y los grandes ojos del  pequeño Juan Manuel. Desde las entrañas negras y hambrientas de Bamako, hasta los olores a pólvora y a podrido de un  Kabúl desgarrado por una guerra infinita. Desde la macabra  violencia opresiva de San Salvador, hasta el ajetreo distendido de un Pekín siempre encapotado por una nube densa de contaminación.

Por aquellos lejanos tiempos, el pequeño Domínguez  tenía apenas conciencia de lo particular de su vida errante. Quizá algún arañazo en el alma producido por las escenas desnudas del pudor de lo seráfico. Quizá alguna quemadura en la ternura de un corazón aún permeable a las inclemencias del mundo. Quizá algún zarpazo en la garganta de las imágenes crudas que se sucedían más allá de la ventanilla blindada del coche diplomático con que perforaban la realidad ardiente y correosa de la necesidad ajena. Adormecidos por  las caricias hipnóticas del climatizador y los susurros melódicos de la música neutra del radiocasete.

Luego, como todos los veranos hasta aquél, un avión envuelto en la estampa fulgente del pájaro de la libertad les cargaba sobre sus lomos para navegar sobre un  mar de pálidos cirros y devolverles a las cálidas costas de Gerona. Y allí consumían sus días de estío. Desbocados por la proximidad de otros niños, de otras gentes, de un mismo idioma, de una seguridad marcada por la ausencia de los escoltas y el desvanecimiento de los mundos tensos y amenazantes de los despojados. Allí volvían a ser niños en un universo de ternura familiar y sonrisas distendidas. Y los pinos de los acantilados se inclinaban para contemplar ensimismados sus juegos sobre las arenas de las calas y los destellos de las olas.

Aquel sería uno de los últimos veranos que la familia disfrutase de aquella rutina agradable.

Poco después, un atentado en Beirut acabaría con la vida del  hermano mayor, y el cielo azul de la vida infantil se emborrascó; la lluvia fría de un dolor inmisericorde, desatento de la inocencia ávida de clemencia, empapó las ropas infantiles de un alma con acné de adolescente y ojeras de pesadilla. Y el mundo pareció cambiar de rumbo contra el naufragio del galeón familiar con las velas desgarradas y varado en una ola inmóvil. Congelado en la inmisericorde soledad de un océano desquiciado.

Así se quebró la idílica burbuja de los Domínguez, y todo el hedor del  mundo irrumpió sin reverencias en sus pulmones. Desde entonces, posicionado en un silencio sobrio, la densa inquina de la realidad se adhirió a la piel del pequeño Juan Manuel, y los países que habitaron durante los años siguientes se convirtieron en una obsesión para el hambre de un ansia de conocimiento que devoraba con desesperación preguntas y respuestas. Una vida apegada a las labores diplomáticas de su padre y su frío mundo de pasillos, reuniones y buenas maneras escondiendo ocultos intereses. Y al otro lado de los muros el eterno olor a podrido de las alcantarillas mezclándose en una pugna interminable con  el embriagador aroma de las especias, del pan caliente y de la carne de cordero a la brasa de los puestos callejeros.

De ese modo, entre la pinza de dos realidades irreconciliables, el pequeño Juan Manuel fue muriendo; y el joven diplomático y político Domínguez Baena fue haciéndose un hueco a la sombra de su padre y al calor de esos mundos que ilustraban su conciencia y su percepción. Cada rincón del orbe que sus ojos apresaron, dejó su tatuaje en su piel y su olor en sus pulmones. Y así, Domínguez se hizo a sí mismo como a un tapiz de retazos y jirones de planetas distintos y agónicos, bordados sobre la seda uniforme de una vida de lujos y de cariñosas atenciones, pero con el hilo del dolor, y las fragancias de las grandes cosas tratadas con la sutileza amable de lo intranscendente.

Tristemente, aquellos años lejanos de paz y pureza, previos a la muerte de su hermano Jaime, quedaron desterrados al sótano de la memoria, donde los recuerdos se cubren de polvo y de telarañas. Pero la familia alegre que una vez fuera, con el mar a la espalda, fundidos en un abrazo común, sonreía  desde los  días pretéritos al objetivo de la cámara. 

Sólo una fotografía robada a un segundo de actividad despreocupada y felicidad impetuosa, conservaba el brillo tenue de un tiempo pasado desde el marco de madera sobre la mesita de noche de Don José Manuel Domínguez Baena, actual ministro del interior del gobierno español. 


Ángel Molina

lunes, 14 de marzo de 2016

Un par de apellidos



Hay personas que no nacen personas. Hay embriones de persona que simplemente son arrastrados a un mundo insípido que moldea su inconsistencia a golpe de hormas que preceden sus alumbramientos. Domados por las rigideces de tinta impresa en documentos de identidad; por cárceles disfrazadas de zaguanes con cunas y sonajeros; por barricadas de amor contra la carga desesperada y suicida de un mundo histérico y macabro. Sostenidos por caricias que apuntalan el ánimo derrota tras derrota y jornada tras jornada; alimentados por la rutina tediosa de tres comidas diarias y el efecto hipnótico de la televisión con su sermón apestando a cloroformo. Sometidos al corsé de lo que de ellas se espera, y que acaba intoxicando sus propios anhelos e imponiendo su negra inconsciencia. Y a fuerza de no ser nada más que una inercia ciega y sorda, a fuerza de dejarse llevar por la corriente del tiempo que les consume, la sociedad los reconoce como sus hijos bastardos y con una arrogancia condescendiente, les registra finalmente como personas.

Pero la humanidad de Mario Espada no la forjaron los apellidos que nunca tuvo, sino unos puños rápidos como descargas eléctricas, y furiosos como la desesperación más desquiciada, contenida en las costras sangrantes de unos nudillos mugrientos e infantiles. La resignación cinceló las aristas de su estómago y recortó las distancias de su horizonte. A la dignidad escurridiza tuvo que reinventarla una y otra vez, tras cada ocasión en que la vida le daba jaque mate. Y tantas noches muerto entre los adoquines de los estrechos y sucios callejones; y tantas veces resucitado al estrenar  otra fuga más del orfanato de turno. Las rodillas abrasadas por el asfalto, las cejas partidas, las mil y una heridas con que la suerte parda besó su cuerpo, aprendieron a cicatrizar con las gasas infectas de la intemperie. Las caricias que le exorcizaron el alma costaban  mil duros  en el antro de la esquina. Y  las lágrimas que, al abrigo de la soledad y el silencio acuchillaban sus mejillas, arrastraban la hiel y la pena que le corroían las entrañas.

Se aprende más de la vida cuando se la observa en perspectiva, desde las orillas frías de la muerte, sintiendo sus gélidos y sulfúricos alientos. Las manos encallecidas del niño, mostraban en las páginas de carne de sus pliegues un pasado tan breve como sufrido.

Algún gurú de las navajas con un chute de metafísica corriéndole por las venas, le dijo una vez que uno es esclavo de sus palabras pero dueño de sus silencios. Y Mario comprendió pronto que todo lo callado se amontonaba y se oxidaba varado en la garganta, provocándole un dolor que le desgarraba el pecho pero alimentaba la reflexión.

Y a golpe de silencios y crochés,  la calle le dio un alias y un par de apellidos.  

El amor le fue siempre esquivo, pero en lugar de una familia, la vida le concedió un hueco en una manada de lobos de barrio que le mantuvo vivo durante unos años. Durmiendo entre cartones primero, y después en pisos de mala muerte de paredes húmedas y desconchadas, compartidos por un número oscilante de negros individuos sin pasado ni futuro.

El Pozo del Tío Raimundo, que veinte años antes marcara la infancia de Carlos Ledesma, se había transformado en los postreros ochenta en un infierno de desposeídos de alma, que se arrastraban como babosas  impulsadas solo por los latidos del mono que les consumía.

Un ángel tatuado, con cazadora, pistola y  un rosario de antecedentes  le hizo ver que en el mundo había dos clases de personas, los que consumían drogas y los que las vendían.

Mario asintió en silencio,  y a fuerza de trapichear reunió lo necesario como para coger la  distancia suficiente y por primera vez, verse a sí mismo en el mundo.  Las cuestiones que encallaban ahora en su garganta, preguntaban a gritos tantos porqués que el dolor se hacía insoportable.

Tiempo después, como siguiendo un guion preconcebido, aquel mismo ángel suburbial de patillas largas y esclavas de plata en las muñecas, le consiguió un curro de aprendiz en una fábrica de pinturas y le amenazó, acariciándole el pómulo con la hoja de una navaja, con rebanarle el pescuezo como le volviese a ver con la manada de la que él mismo era miembro destacado.  Pero poco más tarde, al enviado de los cielos le cayeron varios inviernos en Carabanchel y Mario entendió la moraleja del asunto.

Siempre ilegal, siempre bajo cuerda, siempre sudando a escondidas una paga mísera que complementaba con un mercadeo esporádico de drogas. Contaba solo trece años cuando el mundo del trabajo apresó sus alas y sus horas, tiznando con premura la sombra azulada de sus ojeras. Y los ritmos metálicos de las fábricas alimentaron la maquinaria de su propia conciencia, sustituyendo con el pasar de los años el ansia de la supervivencia por la rabia de la rebelión.

La sociedad podría seguir mirando hacia otro lado con la arrogancia desprendiéndose de sus gestos presuntuosos. Podría seguir dándole la espalda, pisándole, escupiéndole y mofándose de su suerte.

Pero Mario Espada era ya consciente de que, aunque jamás nadie se lo reconociese, él se había ganado a pulso la consideración de persona que el destino trataba de arrebatarle.




               Ángel Molina

sábado, 5 de marzo de 2016

La visita a la fábrica


Selena sintió un escalofrío al adentrarse en la húmeda oscuridad de la nave y el miedo tensó su mano diminuta, aferrándose con fuerza a los nudosos dedos de su padre. La luz de la entrada parecía sesgada por un corte limpio sobre el suelo sucio y encharcado de la planta hormigonada, delimitando el aire puro del exterior y advirtiendo del infierno lóbrego, macilento y ajetreado de un tenebroso  interior.

Olía a pintura, a soldadura, a grasa de la maquinaria, a humedad… Había un tufo fuerte y la pequeña arrugó el entrecejo como si eso fuese a aliviar la furia de los gases abrasando sus fosas nasales y adhiriéndose a su garganta. Sus zapatitos blancos y pulcros pisaron un charco de agua turbia, y sintió el líquido frío mojando sus calcetines.

Las grandes máquinas conformaban una suerte de pasillo, jalonado por serios y sombríos operarios que se movían como autómatas en un baile reiterativo e inanimado; con su humanidad sepultada bajo los monos grises de trabajo y los sucios cascos que parecían robarles  la identidad.

Pequeñas grúas levantaban los toscos esqueletos metálicos de los electrodomésticos, trasladándolos a los distintos  puntos de la cadena de montaje.

Los ojos enormes y azules de la niña, succionaban las estampas tristes y circunspectas de los trabajadores. Y al hacerlo, exhalaban un miedo irracional hacia aquellos seres deshumanizados y manchados de grasa y pintura, que parecían alimentar con sus metódicos quehaceres a esa monstruosa maquinaria fabril que irradiaba más vida que los propios operarios que la hacían funcionar. 

En ocasiones, las sierras mecánicas emitían sus chillidos agudos y estridentes y lluvias torrenciales de chispas doradas desplegaban sus cortinas de fuego contra los espacios de la fábrica. Cables y brazos mecánicos se movían con pasmosa precisión ante el asombro de la pequeña y hermosa Selena, emitiendo sus escandalosas disfonías de calderines despresurizando,  engranajes desacoplándose, discos girando y friccionando, y pitidos avisando de tareas finalizadas o listas para iniciarse.

Sobre el cabello rubio y laceo de aquel pequeño ángel que rompía con su inocente figura infantil la sobriedad tensa de la industria, una diadema brillante con pequeñas y relucientes piedrecitas, coronaba y distinguía la inocencia vestida de un blanco puro e impoluto.

De su mano, Don José Fontcuberta de Torres Peralta, propietario de la empresa, caminaba con gesto altivo y mirada desafiante. Supervisando la producción y asintiendo a las explicaciones del director, que se deshacía en agasajos tratando de parecer digno del puesto que ocupaba.



Desde la profundidad umbría de la planta, las entrañas de la fábrica parecieron regurgitar una lozana figura, que empujando un traspalé cargado de chatarra, avanzó hacia la sobrecogida niña y su trajeado y altanero padre. 

Selena clavó su mirada en aquel joven que recortaba la distancia con rapidez, acercándose de frente y oculto el torso tras la carga que empujaba.


Al llegar a su altura, el trabajador cruzó con ella una mirada de sorpresa que corrigió con una súbita sonrisa;  la dedicó un guiño y un gesto amable que cautivaron a la pequeña.  Esta detuvo su tímido caminar y se volvió para ver como el chico se alejaba, preso de sus labores. Por alguna razón, la fugaz mueca cariñosa y serena del trabajador desdibujó el gris pardo y asfixiante del uniforme de trabajo, irradiando una luminosidad cargada de vitalidad que encontró las puertas abiertas de par en par de los ojos claros de la niña y caló en el corazón asustadizo y trémulo, sediento de calor. Mirando por encima del hombro, ignorando la creciente  distancia con el joven y desapercibido trabajador que se alejaba empujando el ruidoso traspalé,  Selena le consagró una  sonrisa amplia y sincera.

Él se llamaba Antonio y llevaba unos meses trabajando en la fábrica tras haber tenido que cerrar su taller mecánico en Vicálvaro. Su amigo Carlos Ledesma le consiguió el puesto en la planta de “electrodomésticos Lucero” de Alcorcón, aprovechando su posición en el sindicato.

Pero lo que ninguno sabía era que en ese instante, en el momento fugaz en que sus miradas se entrecruzaron, los hilos caprichosos y desquiciados del destino quedaron enredados; apresándolos a todos en un futuro interconectado.

 Al joven Antonio, a la pequeña e inocente Selena, al todopoderoso Sr. Fontcuberta y al duro sindicalista Carlos Ledesma, que observaba la escena desde la pasarela elevada que cruzaba la planta desde las alturas.

Los dados habían echado a rodar en ese momento sobre el tapete gris y enfebrecido de la sucia fábrica y el destino tortuoso se quedaba sin opciones. Mientras los partenaires sellaban la colisión de sus caminos sin percatarse de nada, y la fábrica paría sin recato su camada infinita de lavadoras y refrigeradores, el futuro se frotaba las manos,  orgulloso del argumento del guion que había dispuesto para todos aquellos seres.


                                                                                                                Ángel Molina 






sábado, 20 de febrero de 2016

El Pozo del Tío Raimundo. 1968



La pavesa saltó de entre las llamas de la fogata prendida en las entrañas del oxidado bidón. Sorteó con maestría los rostros arrasados de los hombres que se arrebujaban a su alrededor ateridos por el frío de aquel invierno despiadado. No  prestó atención a las expresiones sobrias  y castigadas, escritas con el cincel impasible de la necesidad y el desespero  labrando  surcos ásperos en la rudeza castigada de sus caras. 

Describió algunas espirales  sobre la bocanada de calor prendida en las zarpas del fuego antes de revolotear  hacia el helor de una noche incipiente.  Pasó sobre los escombros del vertedero, ignorando los macabros recovecos entre los ladrillos, la ferralla y la basura, en los que la miseria babeaba como el rocío, humedeciendo con su lamido pegajoso la estampa de devastación de aquellos parajes vallecanos.

Haciendo cabriolas a merced de un viento gélido como la muerte, cruzó la calle embarrada que limitaba con las primeras chabolas del barrio. Sobre los charcos inmundos del camino, algunos críos sucios y empapados jugaban a perseguirse, trepando entre las bolsas de basura, que destripadas, sembraban con su podrida evisceración los portales de los primeros bloques de ladrillo. Las construcciones se erigían entre las chabolas, el fango y el vertedero, agonizando por el veneno amargo de un futuro descuartizado.

Pero la pavesa blanca, como una lágrima pálida, sorteó la miseria oscura y el gris pardo del barrio. Frente al descampado del edificio del matadero, la brisa decidió abandonarla a su suerte y replegó sus dedos cuidadosos. 

Sentado sobre el poyete de la tapia del matadero, la figura cabizbaja de un crío cubierto por una boina de visera, pareció un buen destino. La ceniza se desplomó en una barrena mortal sobre la rodilla desnuda y mugrienta de Carlos.

El chico, serio, aplastó con el dedo la pluma gris y ésta se desintegró dejando su sangre negra y polvorienta sobre la piel fría del muchacho. 

Lentamente, Carlos Ledesma, se descolgó del muro enmohecido de ladrillos y cayó con las botas ajadas sobre el barro. No le importó sentir el agua helada salpicar contra sus espinillas cubiertas de heridas y mugre. Normalmente, se le podía ver acompañado de su cuadrilla de incondicionales, retando a la muerte en cada esquina maloliente del barrio. Pero hoy había preferido la soledad. Aunque no estaba estrictamente solo. Una rabia gigante le acompañaba. De hecho, parecía que ésta estuviese estrangulándole las entrañas con su mano de fuego, convirtiéndole en un muñeco de ventrílocuo y arrastrándole hacia el oscuro callejón del prostíbulo de detrás del matadero.

Sus ojos claros brillaron cuando una bombilla desnuda, colgada de aquellos cables despellejados,  alumbró tenuemente su figura, surgiendo de las entrañas de la miseria. Por un momento, se detuvo frente al pequeño portal y sostuvo la retadora mirada de un gato que contuvo el paso junto a él. El felino, bajó la vista con renovada indiferencia y prosiguió su camino.

Carlos  anduvo hacia los cubos de basura sepultados de deshechos y se acurrucó tras ellos, al abrigo de las sombras.  Mientras la noche cubría  con su tétrica losa negra los torturados intestinos  del  Pozo del Tío Raimundo. Se bajó la visera de la boina y encogió el cuello buscando el abrigo del grueso jersey de lana. Mientras esperaba, Carlos se miró las manos de quinceañero plagadas de heridas y padrastros. Con las uñas coronadas por una negra capa de roña y los dedos enrojecidos por el frío. 

Al escuchar el portazo se incorporó, asomándose escondido entre las sombras y las basuras, y pudo ver al hombre que abandonaba el prostíbulo.

El tipo, con una mirada lasciva prendida de su rostro marcado de viruela, se peinó hacia atrás y guardó el peine en el bolsillo de la americana. Luego se atusó el bigotillo de fascista y caminó calle abajo mientras silbaba con altanería una coplilla pegadiza. El eco estridente de sus pasos por la única calle asfaltada, camufló el andar leve y rápido de Carlos, que al abrigo de la noche y de la negrura de un barrio sin luces, recortó la distancia con el desprevenido falangista de la BPS. Apenas seis metros separaban al chico de la espalda del hombre.

El corazón de Carlitos Ledesma era un tronar de tambores; sus sienes, un volcán en erupción; sus músculos, pura tensión regada de epinefrina; su sangre,  lava a punto de reventar las venas. Sus ojos azules, desde la negrura de la sombras bajo la visera de la boina, dos chispas de rabia. Dos dagas de muerte proyectadas contra la nuca de aquel  asesino despiadado, de arrogantes maneras y mirada incisiva. Terrorífica. Con una expresión de macabra locura chillando desde sus dilatadas pupilas, tan profundas y oscuras como el infierno mismo.

Fue un instante fugaz. El policía giró la cabeza, alarmado por las pisadas de una rápida carrera, pero no tuvo tiempo más que para deslumbrarse por el leve destello de la hoja de una navaja avanzando veloz contra su rostro. Carlos hundió la cuchilla en el ojo del policía y sintió la punta chocando con el interior del cráneo. Fue tan solo la primera de las puñaladas. Con cada una de las que vinieron después, el crío no veía más que la imagen del policía golpeando a su padre, hundiendo su cabeza en barreños de agua hasta casi ahogarlo, sacudiéndole descargas eléctricas, apagando cigarrillos en su rostro… torturándole hasta la muerte.

Aquella gélida noche, Carlos Ledesma había brindado sus manos jóvenes y ágiles; y su corazón, fuelle agitado de torrentes de una sangre roja y caliente, al ánima revanchista de quien le diese la vida. Pero el hijo del obrero vengó al padre asesinado con una inquina desmedida porque, más allá del imperio instintivo de los genes, estaba la obligación determinista de la razón de clase.

Cuando la Guardia Civil levantó el cuerpo del miembro de la Brigada Político Social hallado en el barrio chabolista próximo a Vallecas, éste estaba literalmente cosido a puñaladas.  Impresas en el barro endurecido y escarchado de la mañana, unas pisadas menudas rodeaban caóticamente el cadáver ensangrentado, que aún sujetaba entre sus yertos dedos, una pistola que no tuvo tiempo de disparar.

-Putos rojos de mierda…-  Bajo las formas temibles de su tricornio, el cabo murmuró mirando con desprecio el corro de curiosos, que parecían sonreír y mofarse desde la calculada inexpresividad de sus curtidos rostros de míseros trabajadores.


Ángel Molina

miércoles, 10 de febrero de 2016

EL TRAMPOLÍN

Esclavo de sus pequeñas piernas infantiles, le resultaba difícil trepar por los elevados peldaños de la escalera de caracol; chapoteando descalzo sobre los charcos que se formaban en el irregular hormigón de los escalones. Con habilidad, sorteaba las largas piernas de los adultos que bajaban la mirada sorprendidos. 

En ocasiones, incluso, alguno de ellos le cogía en brazos para bajarle de nuevo al césped, riñéndole por tratar de llegar a lo alto.

Pero allá volvía Juan a la carga con inconsciente decisión, encarando una vez más las largas escaleras del trampolín.

No sabía nadar aún, pero ese detalle era apenas una  anécdota insignificante, incapaz de detener un ímpetu indomable, que azuzaba con su testarudez irreflexiva desde las entrañas del pequeño ser.

El plan trazado obviaba el asunto de la natación, planteando la alternativa de la apnea como solución prodigiosa. Sólo había que bucear desde el punto de impacto hasta la escalerilla metálica del bordillo. Hazaña de simple ejecución en la abstracción de la mente, pero a la que Juan concedía secretamente la gravedad de una dificultad inherente, incrementada por  la agonía del fallo hipotético en la tentativa. 

En cualquier caso, el esfuerzo y el riesgo se veían ampliamente recompensados por la emoción del salto.

Por mucho tiempo después de aquello,  cuando se paraba a recordar, a Juan le conmovía la huella de aquellas sensaciones. 

La emoción del cosquilleo que le provocaban los fríos dedos del miedo jugando a revolver las tripas, al avanzar a través de la larga y estrecha tabla; encaminándose hacia el borde contra las presas del vértigo que trataban de asir sus tobillos infructuosamente. La amenaza tenaz del abismo abierto, más allá de las reducidas dimensiones del tablón, era sin quererlo parte del reto que espoleaba la empresa.

La imponente vista desde la altura, parecía doblegarse bajo sus diminutos pies, como en una reverencia sumisa y grave a su gigante figura infantil.

Abajo en el césped, su hermano gritaba y lloraba aterrado ante la imagen del flotador de cabeza de pato desinflándose mientras abrazaba su cintura. Al pobre le causaba pavor esa escena en que la silueta comenzaba a desfigurarse en un gesto macabro, plegándose agónica sobre sí misma, mientras el aire se fugaba a raudales por la válvula abierta y su padre se reía divertido por la situación.

Su madre, por el contrario, se enfadaba y recriminaba a su marido que asustase al crío con aquel espectáculo una y otra vez. Tampoco le gustaba en absoluto que permitiese a Juan subir al trampolín para lanzarse a la piscina. Sin saber siquiera nadar. Sufría con todo aquello y los nervios le consumían, cosa que parecía causar cierto regocijo simpático en el padre de los niños.

Juan avanzó hasta el filo de la tabla y con un salto decidido, se lanzó escorado hacia la izquierda, recortando en la caída la distancia horizontal que le separaba del bordillo. 

Aún recuerda el empujón que da el valor para romper la resistencia del miedo natural, de la conciencia instintiva de la evasión del riesgo. La patada decidida al abismo. No olvida el vacío en el estómago ni el clamor en el pecho; el cosquilleo, la duración de la caída. La azul superficie elevándose vertiginosamente hacia él con los destellos del sol fulgiendo rabiosos al ritmo nervioso del agua agitada. Como muchos años más tarde vería la tierra pedregosa buscando el encuentro violento con sus botas militares descendiendo del cielo tras lanzarse de un avión sumido en similares sensaciones. 

Rompió la superficie y se sumergió hasta el fondo, buscando el suelo para impulsarse hacia la escalerilla. Buceó hasta quedarse sin aire, antes de lo previsto, y sufrió hasta alcanzar la orilla. Salió del agua aturdido, tosiendo y sobrecogido, aunque iluminado con una sonrisa  enorme de satisfacción.

Lejos, a unos cuarenta metros, su madre parecía incómoda mientras buscaba los bocadillos en el cestón. Su padre, algo nervioso, trataba ahora de esconder el flotador de la vista de su hermano, que se había convertido en el centro de atención de todos los usuarios de la piscina. Aullando estridentes alaridos mientras el pato de plástico se consumía una vez más.

Juan sonrió, y con el corazón acelerado, corrió de nuevo  hacia la escalera del trampolín.

Ángel Molina


viernes, 5 de febrero de 2016

Su segundo ocaso


Las piernas le temblaban levemente, debilitadas por el esfuerzo y por un cansancio pegajoso como la humedad ardiente de la selva. En la escarpada cima del cerro, la densa vegetación parecía darse la vuelta y mirar hacia los angostos valles, tratando de disimular. Pretendiendo que no se percataba del claro de hierba verdecida que luchaba por abrirse un espacio entre la jungla densa. Pero la jungla, magnánima,  concedía ese rincón a la luz, al aire; a la misma sierra, enterrada bajo una vegetación espesa que había dejado a la tierra huérfana de sol. Chejas y tucanetas esmeralda volaban sobre el claro con sus llamativos colores, apenas visibles ya por la próxima caída de la noche.

En completo silencio, los guerrilleros fueron surgiendo de la espesura con el susurro de las hierbas rozando sus ajadas botas. Siluetas sigilosas y cabizbajas, cargadas con mochilas enormes y fusiles que desprendían olor a pólvora quemada. Como una danza sincronizada, los hombres ojerosos de rostro hastiado y mirada perdida, fueron rodeando la linde del claro.



De pronto, uno de ellos se detuvo. Los demás se congelaron en el acto. Luego hundió la rodilla en la hierba húmeda e hizo una señal con el puño que todos obedecieron, arrodillándose también y encarando con sus  armas hacia las sombras amenazantes que cercaban el descampado.

Descansarían allí unos minutos. Habían coronado el cerro y una bruma espesa corría abajo, con su arrastrarse sinuoso por entre las quebradas, como un río blanco que sepultaba a su paso el verdor  de aquel rincón de la  selva colombiana.


Juan se recostó contra la mochila y asentó la ametralladora frente a él. Sudaba como un océano desbordándose. Las cintas de munición dispuestas sobre los hombros clavaban las puntas de los cartuchos contra su cuello y la espalda había dejado de sentir el peso del  enorme morral, entumecida ya y falta de riego sanguíneo.

Estaba exhausto. Llevaban días corriendo, huyendo de un enemigo al que por fin parecían haber dejado atrás, después de jornadas de combates que habían diezmado la columna. Por un momento, Juan cerró los ojos y respiró con un ansia de oxígeno casi enfermiza, hasta que los pulmones parecieron deshilacharse por la presión. Luego mantuvo el frescor del aire limpio dentro de sí, tratando de aplastar los hedores a podrido de la atmósfera viciada e infecta de la jungla que se adhería aún a sus fosas nasales y a sus alvéolos.

Corría una brisa agradable que al acariciar su piel sudada, parecía rebajar el volcán de sus venas, que irradiaba un calor infernal  a cada célula de su castigado cuerpo.  De una de las cartucheras, sacó la pequeña pipa de madera del comandante Garzón. El comandante niño. El líder de la compañía, que con solo dieciséis años había muerto despedazado por  una granada de mortero hacía un par de días.

Era cuestión de tiempo, –pensó Juan- dieciséis primaveras enfrentando a la muerte cada día, tenían que traer, antes o después, el invierno eterno.

Por unos minutos, Juan se dejó llevar por los caprichos de una memoria corta, empeñada en ordenar el caos de miedos, muertes y penurias de los últimos días, enmarañados en un zarzal de espinosos dolores.  Sus dedos ennegrecidos por la pólvora y la sangre reseca, jugueteaban con la pipa de Garzón.

Pero de pronto, la memoria saltó al abismo infinito de tiempos lejanos. Espoleado por un aroma, un beso de aire freso, el vuelo errático de un murciélago tempranero… No supo bien por qué. Tampoco le importó el motivo. Sin embargo agradeció la sensación de paz que le invadió súbitamente.

Al mirar al frente, donde el cerro se despeñaba contra los abismos verticales de la sierra verde, una escena familiar le golpeó como un hachazo de nostalgia repentina. Sobre su cabeza, el cielo infinito se cernía abovedado contra el horizonte. Desde el negro incipiente de sus espacios verticales, iba degradando la contundencia azabache de su manto, engullido por un azul marino, un índigo, un celeste cada vez más verdoso.

En algún momento, bajando la vista, el verde se desleía en un amarillo dorado que cobraba un tono más y más anaranjado, hasta fundirse en el rojo incandescente sobre el horizonte; en cuyas llamas se quemaban las siluetas negras del perfil lejano al contraluz. 



La brisa agradable, la sensación de calma, el cuerpo cansado, la hierba húmeda…

La escena del ocaso le devolvió a un tiempo pasado que se aparecía ahora como el espejismo de un sueño volátil e irreal. Un recuerdo entre brumas. Su hermano sentado sobre las piernas de su padre, mientras este explicaba cómo plasmar el atardecer en una pintura; cómo verter los recuerdos de un cielo de cromatismos infinitos en un pedazo de papel. Aquel parque de su infancia. Los años se le atravesaron en la garganta como una espina envenenada y la distancia y los años transcurridos, parecieron gritar su alarido contenido durante algo más de dos décadas desde el rincón oscuro de su abismo ignoto.

Juan estuvo a punto de preguntarse qué habría sido de aquel chico que, con el balón entre las manos, escuchaba atento la voz aún joven de su padre; perdida la mirada en el cielo teñido de un sol en agonía. Qué habría sido de aquel padre, de aquel hermano, de aquel  rincón del mundo. Qué habría sido de aquel tiempo arrasado por  los años.

Pero no lo hizo. No quiso preguntárselo. Temió romperse. Por un instante sintió el suelo temblar bajo sus pies y el alma pareció gemir antes de crujir y quebrarse.

El destino, su rabia, su rebeldía, su voluntad, sus convicciones, sus ansias absurdas de aventura… quién sabe. El capricho de los otoños transcurridos había arrancado a aquel crío de las entrañas grises de Collblanc, de los atardeceres dulces del parque de Cervantes, de los campos dorados de Castilla, de los desiertos resecos de Afganistán, del  amor incondicional de los suyos, de Alba, de sus hijos…

Y como un grano de polen, ese insensible torbellino había empujado su vida contra los pliegues abismales del coloso andino, sumergiéndole en el infierno oscuro de una guerra a muerte entre la razón de las sombras  y  los oropeles de la sinrazón.


Ángel Molina


martes, 2 de febrero de 2016

Charcos en la terraza



La luz de la mañana se había desprendido de toda la timidez del alba, y la tenue claridad de los primeros rayos irrumpía ya sin modestia alguna en el pequeño saloncito. 

Para entonces, el anciano del quinto llevaba ya un rato despierto. Era un hombre activo pese a sus setenta y pico inviernos. Ya se había afeitado, había pulverizado contra su cuello la fuerte colonia que le regalara su mujer en el último aniversario y se había vestido con el elegante y ligero pantalón beis de los miércoles. Tenía uno para cada día de la semana. 

Al salir del diminuto cuarto de baño, pasó por el dormitorio, itinerario obligado para acceder al pasillo. Hizo una pausa en el camino y besó a su mujer, que aún dormía. Luego acometió los metros que le faltaban y cruzando el pequeño comedor, llegó a la puerta de la terraza, a través de cuyos cristales la mañana había conquistado los rincones limpios y ordenados del piso. Pero al correr las finas cortinas traslúcidas, aquellas manchas estaban de nuevo allí. Como una incógnita irresoluble. Dos charcos viscosos y anaranjados estampados contra las baldosas rojas de la angosta terraza.

Salió al frescor del día temprano y se agachó con el gesto torcido para examinar, una vez más, la extraña aparición. Alzó la vista y buscó en el cielo alguna respuesta, pero éste parecía distraído en sus quehaceres, empujando con suavidad algunas nubes livianas. Intrigado, volvió su atención a los charcos. Parecían, pensó el hombre, vómitos o extraños excrementos. Grandes, desde luego. Demasiado para lo segundo. Pudiera tratarse de vómitos de ave. De algún pajarraco irreverente y osado que hubiese elegido como objetivo recurrente su modesta terracita.

Sobre la perpendicular de la terraza, seis ventanas más arriba, la brisa matutina saltaba al interior de una cocina, agitando con disimulo el velo de la cortina. Las dos hermanas reían a hurtadillas, nerviosas. Mientras depositaban los cuencos vacíos en el lavadero.
Alba e Irene estaban cansadas de aquellos desayunos de mamá. Alba Villoria llevaba sus ocho años de vida tropezándose cada mañana con el mismo cuenco lleno hasta los bordes de aquella papilla de frutas. Lo habían intentado todo desde sus débiles e infantiles posiciones, pero su madre no cedía. Y la odiosa papilla resucitaba como el sol cada amanecer.

Sin embargo, unas semanas atrás, las hermanas habían dado con la solución. Teatralizaban el disgusto frente a su madre cuando ésta disponía sobre la mesa, frente a ellas,  aquel potaje denso. Pero aguardaban disimuladamente el momento en que la mujer se iba de la cocina, espoleada por el trajín de las muchas pequeñas cosas que hacer antes de acompañar a las niñas a la parada del autobús escolar. 

Entonces Alba sonreía con la victoria prendida de sus grandes ojos miel y moviéndose con rapidez, saltaba de la silla y cogía el cuenco con ambas manos, vigilando de no derramarlo sobre el suelo. Con cuidado, lo dejaba en la encimera, junto al lavadero; mientras, de un salto, se incorporaba sobre el mueble contiguo a la ventana. 

Con las medias negras caídas sobre los tobillos y la falda de cuadros del colegio bailando por encima de las rodillas, tapizadas de arañazos y pequeñas heridas. Sonreía azuzada por el espoleo de la adrenalina y la mueca de sus labios dibujaba dos preciosos hoyuelos en los carrillos. Tiraba del cordel de la cortina con precisión, descubriendo a través de la ventana, el cielo azul de mayo sobre los bloques de pisos del vecindario. 

Sin pensarlo dos veces, cogía el cuenco con el puré de frutas y proyectaba  rabiosamente su contenido hacia el infinito. Primero el suyo y luego el de su hermana Irene. Luego deshacía cada uno de los movimientos y con un fingido gesto de naturalidad, expulsaba la tensión de su cara mientras esperaba sentada con el cuenco vacío frente a su inocente figura, a que mamá volviese a comprobar que se habían terminado el desayuno.


Seis pisos abajo, la puerta corredera de la terraza del señor del quinto, chirriaba levemente preludiando la salida del anciano. Como tantas mañanas, el hombre se agachaba confuso y resignado junto a las manchas de puré de frutas y miraba al cielo perplejo, buscando una explicación silenciada por un cielo indiferente y unas nubes cómplices que planeaban distraídas sobre las barriadas de Torrejón de Ardoz.


Ángel Molina

sábado, 30 de enero de 2016

Pasajes de Afganistán

Un alto en la marcha.



Juan planta la suela de su bota sobre la tierra polvorienta y con cierta dificultad mermada por la práctica, baja del vehículo con la cantonera del fusil enclavada entre el chaleco antibalas y el hombro empapado de sudor.  Se han detenido en una diminuta y remota aldea. Olvidada del tiempo entre un mar de arena y piedra amarillenta. Algunos seres andrajosos observan impasibles, agazapados. Como diestros funambulistas  con un  equilibrio entrenado, sobre los muros de adobe de sus casuchas.
Bajo el pesado casco, la cabeza amenaza con inflamarse y convertirse en una llamarada indomable. Juan tiene la sensación de haber desaparecido. Como si leyese en las miradas serias que le vigilan, que no hay nada bajo las voluminosas  dimensiones de su chaleco, tras el fusil adornado de visores, linternas, empuñaduras bípode y designadores láser. Nada bajo la sombra del casco. Nada sobre las botas ni entre las cartucheras, los porta cargadores, la radio portátil ni el uniforme blanqueado y desgastado  por el sol. Tiene la sensación de haberse evaporado para siempre. Puede verlo con claridad en las expresiones impávidas de los aldeanos. Solo ven el fusil, el casco, el chaleco, las botas… Pero él es invisible. 

Unicamente la guerra es perceptible a los sentidos de aquellos seres castigados. Y no hay humanidad en quienes empuñan las armas. En esos prepotentes semidioses, siempre arrogantes, siempre en tensión. Vigilantes, desconfiados;  venidos de otros mundos, como meteoritos caídos con su estela de fuego y humo sobre estos páramos yertos.

Juan respira hondo y siente la presión de las placas balísticas comprimiendo su tórax y el aire abrasando sus fosas nasales, su garganta y sus pulmones. 

El teniente radia alguna orden absurda que suena metálica y grave por el amplificador.

Como molesto por la presencia extranjera, se desata un viento vertiginoso que se desliza acariciando con su vientre las áridas superficies vestidas del polvo de siglos y milenios.  Curtiendo con su arañar correoso y firme los rostros ajados de los olvidados del tiempo. De los condenados a morar en este averno de ocres y amarillos tapizado de altas cordilleras y amplias llanuras.


Los ojos enrojecidos de los hijos de éste infierno seco y áspero, observan resignados la muerte imperante en sus desérticos dominios. Asomándose imperturbables entre los párpados derruidos y arrasados por tanta miseria contemplada. Ojos que se entreabren impasibles, sumidos siempre en un denso  halo de circunspección. Y desde las profundidades del ser  atisban, precariamente cobijados en  la sombra forzada por un ceño fruncido,  pasado y futuro. Serenamente serios. En cuclillas desde el trono impávido de los altos cerros.



Abajo, en el valle yermo, vagan las enjutas cabras de vello pardo y polvoriento. El cielo se abre con su azul inmenso sobre sus cabezas sólo para que el sol pueda caer con toda la fuerza de sus tórridas llamaradas. Empotrando al anciano pastor contra la tierra ardiente, golpeando sus hombros, lastrando su espalda vieja.  Entre los matojos raquíticos y secos destaca el verde oliva sudado de óxido de una granada de mortero que, incrustada en el suelo  hasta la mitad, luce los estabilizadores desgastados como una orgullosa corona. Las cabras mordisquean los hierbajos a su alrededor humedeciendo el metal con el aliento de sus hocicos. Lejos, una nube de críos descalzos corren como un enjambre caótico, persiguiéndose unos a otros entre risas cuyos ecos llegan intermitentes arrastrados por ese viento que no cesa de hacer cabriolas. Levantando polvaredas y jugando con ellas en el aire hasta que se desvanecen. Una y otra vez.

Los ojos entrenados de Juan buscan con precisión indicios de presencia enemiga y amenazas escondidas. Pero lo hacen de forma autónoma. Su mente cabalga lejos de allí. Al galope por entre los recuerdos frescos y húmedos de aquella noche con Alba; sentados en un banco de Argüelles y fundidos en un abrazo que se le evidencia tan infinito como  la distancia y el tiempo que se interponen entre él y su pasado.


Ángel Molina