El colegio era un mundo
cerrado; seguro. Un espacio por el que el pequeño Borja medraba con la
naturalidad y espontaneidad que su prepotencia natural imprimía a sus días. Rodeado siempre y
jaleado por aquella caterva de incondicionales que idolatraban las maneras
soberbias de su líder. Allí, entre los suyos; dónde el uniforme escolar no
suponía un hecho diferenciador, ni señalarse como blanco de las risas y las
amenazas de otros niños, Borja daba rienda suelta a sus instintos.
En aquel reducido
universo de las élites, las castas y los apellidos estratificaban las
relaciones infantiles, reproduciendo el mundo de sus padres. Borja era un
Fontcuberta, y eso predisponía a los demás a una obediencia ciega y a un
respeto irracional.
Pero también alimentaba
un ego infinito y un sentimiento de impunidad tan aplastante, que parecía
prender un halo místico sobre su cabeza repeinada y engominada.
Borja Fontcuberta era
temido por su incapacidad para la empatía. Como un general romano, enviaba a
sus huestes serviles a robar, a golpear, a chantajear… El patio aterrorizado
era su propiedad y los demás niños, seres inferiores que le debían respeto.
Nadie se planteaba discrepar. Ni siquiera él mismo. Las cosas eran así porque
así tenían que ser.
Pero aquel sucio parque
de Vallecas era horriblemente intimidatorio. Nada que ver con el patio de la
escuela privada. Por alguna razón que le
era desconocida, su abuelo Braulio le había dejado allí tras recogerlo del
colegio, y le había pedido que esperase unos minutos mientras realizaba unas
gestiones en un local próximo a la plaza.
Aquel era un hábitat
hostil. Los niños, sucios y con las rodillas magulladas, corrían y gritaban a
su alrededor sin prestarle ninguna atención, mientras él permanecía de pie. Inmóvil.
Cómo un gato desconfiado. Escudriñando cada rostro, volviéndose ante cada
chillido infantil. Todos aquellos niños sucios y escandalosos, vestidos con
camisetas tapizadas de manchas y pantalones cortos de deporte, ignoraban su apellido y su
leyenda.
Tras unos minutos
congelado, con su estampa descontextualizada de niño rico rompiendo el equilibrio
de la escena suburbial, dirigió sus pasos hacia los chavales que esperaban su turno al pie del tobogán, guardando algo parecido a una cola.
No supo bien porqué, pero
el impulso natural le llevó a plantar su figura frente a una niña más pequeña
que él, que ocupaba el primer puesto de la fila. La desplazó con desdén y lanzó
una mirada desafiante al resto del grupo. Luego sonrió con la arrogancia
acuchillando la comisura de sus labios mientras un silencio surgido de la
sorpresa, aplacó el vocerío de los críos.
Vistiendo aún el uniforme
escolar, con sus lustrosos zapatos y la americana añil de botones dorados,
encaró la escala y empezó a subir al tobogán.
Sintió un escalofrío
cuando una mano asió con fuerza su tobillo en el momento que estaba a punto de
coronar el último escalón. Luego, todo su mundo pareció derrumbarse cuando esa
misma mano tiró con fuerza de su pierna y le hizo perder el equilibrio. Cayó a
plomo. La barbilla chocó contra la rampa del tobogán y sus rodillas y
espinillas chocaron con las barras metálicas de la escalera mientras su cuerpo
caía aparatosamente contra la tierra. La niña a la que acababa de empujar, con
el pelo revuelto y una expresión salvaje en el rostro, surcado de sucios
churretes de sudor, lanzó una tormenta de patadas contra su cabeza mientras la algarabía estallaba en un éxtasis jubiloso.
Borja quiso gritar, pero el nudo en la
garganta oprimía con tal fuerza, que apenas un gemido inaudible conseguía
escapar de su garganta. La sangre empapaba su cara y el dolor, aún narcotizado
por la adrenalina, empezaba a expandirse como un torrente desenfrenado por todo
su cuerpo. Se encogió cuanto pudo, acurrucado. La espalda contra la arena y el
sabor de la sangre en la boca.
Una nube de polvo se levantó
a su alrededor cuando, en apenas unos segundos, los demás niños se sumaron a la lujuria de
golpes. Cerró los ojos con fuerza. La granizada de puñetazos de aquella horda parecía
no tener fin.
- ¡Escupidle, escupidle!
Matad a ese pijo hijo de puta.
Pero lo que más le dolía era la risa. Podía oír
las risas estridentes de todos por encima de los golpes secos y los alaridos.
Por encima de los insultos.
Aquel infierno duró
apenas medio minuto, antes de que los gritos graves de su abuelo pusieran a los
niños a la fuga. Borja quedó tendido en el suelo, llorando casi en silencio.
Con el orgullo tan machacado como el cuerpo ensangrentado, y su vanidad tan
deshilachada como la americana añil mellada de botones dorados. Cuando su
abuelo le reincorporó, sintió la humedad entre las piernas. Se había orinado
encima.
Ángel Molina