sábado, 30 de enero de 2016

Pasajes de Afganistán

Un alto en la marcha.



Juan planta la suela de su bota sobre la tierra polvorienta y con cierta dificultad mermada por la práctica, baja del vehículo con la cantonera del fusil enclavada entre el chaleco antibalas y el hombro empapado de sudor.  Se han detenido en una diminuta y remota aldea. Olvidada del tiempo entre un mar de arena y piedra amarillenta. Algunos seres andrajosos observan impasibles, agazapados. Como diestros funambulistas  con un  equilibrio entrenado, sobre los muros de adobe de sus casuchas.
Bajo el pesado casco, la cabeza amenaza con inflamarse y convertirse en una llamarada indomable. Juan tiene la sensación de haber desaparecido. Como si leyese en las miradas serias que le vigilan, que no hay nada bajo las voluminosas  dimensiones de su chaleco, tras el fusil adornado de visores, linternas, empuñaduras bípode y designadores láser. Nada bajo la sombra del casco. Nada sobre las botas ni entre las cartucheras, los porta cargadores, la radio portátil ni el uniforme blanqueado y desgastado  por el sol. Tiene la sensación de haberse evaporado para siempre. Puede verlo con claridad en las expresiones impávidas de los aldeanos. Solo ven el fusil, el casco, el chaleco, las botas… Pero él es invisible. 

Unicamente la guerra es perceptible a los sentidos de aquellos seres castigados. Y no hay humanidad en quienes empuñan las armas. En esos prepotentes semidioses, siempre arrogantes, siempre en tensión. Vigilantes, desconfiados;  venidos de otros mundos, como meteoritos caídos con su estela de fuego y humo sobre estos páramos yertos.

Juan respira hondo y siente la presión de las placas balísticas comprimiendo su tórax y el aire abrasando sus fosas nasales, su garganta y sus pulmones. 

El teniente radia alguna orden absurda que suena metálica y grave por el amplificador.

Como molesto por la presencia extranjera, se desata un viento vertiginoso que se desliza acariciando con su vientre las áridas superficies vestidas del polvo de siglos y milenios.  Curtiendo con su arañar correoso y firme los rostros ajados de los olvidados del tiempo. De los condenados a morar en este averno de ocres y amarillos tapizado de altas cordilleras y amplias llanuras.


Los ojos enrojecidos de los hijos de éste infierno seco y áspero, observan resignados la muerte imperante en sus desérticos dominios. Asomándose imperturbables entre los párpados derruidos y arrasados por tanta miseria contemplada. Ojos que se entreabren impasibles, sumidos siempre en un denso  halo de circunspección. Y desde las profundidades del ser  atisban, precariamente cobijados en  la sombra forzada por un ceño fruncido,  pasado y futuro. Serenamente serios. En cuclillas desde el trono impávido de los altos cerros.



Abajo, en el valle yermo, vagan las enjutas cabras de vello pardo y polvoriento. El cielo se abre con su azul inmenso sobre sus cabezas sólo para que el sol pueda caer con toda la fuerza de sus tórridas llamaradas. Empotrando al anciano pastor contra la tierra ardiente, golpeando sus hombros, lastrando su espalda vieja.  Entre los matojos raquíticos y secos destaca el verde oliva sudado de óxido de una granada de mortero que, incrustada en el suelo  hasta la mitad, luce los estabilizadores desgastados como una orgullosa corona. Las cabras mordisquean los hierbajos a su alrededor humedeciendo el metal con el aliento de sus hocicos. Lejos, una nube de críos descalzos corren como un enjambre caótico, persiguiéndose unos a otros entre risas cuyos ecos llegan intermitentes arrastrados por ese viento que no cesa de hacer cabriolas. Levantando polvaredas y jugando con ellas en el aire hasta que se desvanecen. Una y otra vez.

Los ojos entrenados de Juan buscan con precisión indicios de presencia enemiga y amenazas escondidas. Pero lo hacen de forma autónoma. Su mente cabalga lejos de allí. Al galope por entre los recuerdos frescos y húmedos de aquella noche con Alba; sentados en un banco de Argüelles y fundidos en un abrazo que se le evidencia tan infinito como  la distancia y el tiempo que se interponen entre él y su pasado.


Ángel Molina






viernes, 29 de enero de 2016

Marcos Márquez

La noche más calurosa


El niño sintió un escalofrío que le erizó la piel cuando un desgarrador grito de mujer quebró los espacios bochornosos de la noche con su gélida estridencia. Después de aquel alarido no pudo volver a dormir. Al chillido desgarrado de mujer, le siguió un creciente murmullo en las calles.

Luego llegaron las luces. Las intermitencias  azules y naranjas competían en una furiosa batalla por adueñarse de las fachadas del callejón. Los focos de los coches policiales y de las ambulancias escupían sus destellos luminosos,  arrancándole a la noche su quietud azabache y arrinconando su negrura contra las esquinas, las asustadizas sombras danzantes de los cubos de basura y  el atrezo urbano. 

La calma de la madrugada se vio importunada por un ajetreo inusual. Las sirenas se habían callado al poco de llegar los furgones, pero sus histéricos alaridos cuando se acercaron al portal del bloque, habían truncado el liviano sueño de Marquitos Márquez.

Ahora el crío no podía conciliar el sueño. Por la ventana abierta se filtraban las luces de los vehículos de emergencias detenidos abajo, y sus reflejos corrían por el techo de la habitación persiguiéndose en un baile frenético. Con los ojos abiertos como soles, Marcos se dejó llevar por una inquietante curiosidad y se incorporó de la cama. Sudaba por el calor de la noche abrasadora de agosto. Anduvo descalzo por las estrecheces del piso viejo y enmohecido de Vicálvaro. A tientas atravesó el pasillo angosto y dio un respingo al sentir el filo cortante de la baldosa rota bajo la piel de su pie desnudo. Tropezó con varios elementos imposibles de identificar al cobijo de una oscuridad absoluta antes de alcanzar la puerta y salir al descansillo, donde una bombilla de luz tenue sometida al capricho de los cambios de tensión, zumbaba como un mosquito tenaz; desprendiendo una lánguida luz ocre sobre las paredes desconchadas y sucias.

Dejó la puerta entreabierta y se lanzó corriendo escaleras abajo, hasta salir a la entrada del portal y sumarse a la pequeña algarabía de vecinos que increpaban y gesticulaban airados. Marquitos se rascó la cabeza greñuda y frunció el ceño cuando el rotativo luminoso del coche policial arrojó su azul intenso contra sus pupilas dilatadas. Luego sonrió divertido al descubrir que la mayoría de la gente debía haber saltado de la cama con más prisa que él y lucían una curiosa colección de calzoncillos, pijamas ligeros y chanclas.

Allí estaba Romero, el mecánico del segundo A, con su barriga de hipopótamo tan cubierta de vello como su espalda y sus hombros. Con un tupido jardín de pelos negros aplastados por el sudor del verano. La calva brillaba y las gotas que se le formaban en las sienes empapaban su rostro. Cuando levantaba los brazos anchos y flácidos con gesto airado, los peludos sobacos mostraban su bosquejo enredado y frondoso. Marquitos no pudo evitar una mueca de asco.

Luego centró su atención en el portal del bloque de enfrente, precintado por  una cinta de plástico que acotaba el acceso. Repentinamente, su mente asoció el grito con la voz quebrada de la vecina de los perros, cuya imagen irrumpió clarificadora en su memoria. Era la mujer del ático. La alemana. Una cincuentona despampanante con el rostro tatuado por una vida difícil. Los amigos de su hermano mayor decían que había sido una actriz porno. Muchas veces, cuando todos charlaban sentados en las escaleras grises del portal, ella pasaba frente a ellos con sus siete caniches rodeándola y brincando en torno a sus piernas, como una plaga de ratas blancas. Una jauría escandalosa que se arremolinaba entre sus pies con un ajetreo  desquiciado.

Entonces todos callaban y los amigos de Tito -su hermano-, la seguían con la mirada con una sonrisa boba prendida de sus rostros adolescentes. Marquitos y su pandilla, más pequeños, trataban de buscar el sentido de aquella escena extraña cargada de silencios y de tensas contemplaciones. En ocasiones, la mujer detenía el paso y gritaba increpando a los chicos, que enrojecían y empezaban a murmurar y a tratar de disimular risitas fugitivas, intimidados.

Otras veces les hacía gestos obscenos y los mayores rompían a reír presas de un nerviosismo vergonzante. Era una mujer alta de espaldas anchas. Lastrada con unos pechos sobredimensionados y unos labios rosa chillón redondeados y voluminosos. Las piernas largas y musculadas con un dibujo bien perfilado y siempre bronceadas. Elevada siempre sobre las alturas de unos tacones espigados y negros.

Las mujeres murmuraban a su espalda con expresión de desprecio y los hombres volvían la cabeza buscando su trasero al caminar, perdidos en los esculturales contornos de su figura.

Otro motivo de controversia era el escándalo infinito de sus perros que atormentaban las siestas con sus ladridos y sus gemidos lastimeros.

Unas semanas atrás, un hombre joven había llegado al barrio con su chupa de cuero y su ruidosa moto ribeteada de flecos. Decían los vecinos que era su hijo, venido de Alemania. La cuestión es que desde que llegó y se alojó en casa de la que se suponía su madre, las disputas entre ambos eran la comidilla de las horas vespertinas del verano. A veces rompían el silencio de la noche con amenazas lanzadas al amparo de la negrura del barrio. Se comentaba de él que tenía problemas con la droga.

Marquitos Márquez se acarició la barriga delgada y morena. Desnuda. Y se rascó la cadera bajo la goma del bañador rojo con el que dormía, jugaba, corría las calles y, en general, vivía de forma perenne durante los meses de verano. Se abrió paso entre los vecinos en calzoncillos y las vecinas en bata, para sobrecogerse al llegar junto a la cinta policial. En las baldosas pardas de la acera, pedazos de perros mutilados se esparcían ensangrentando la entrada del portal con la macabra  escena erizando la piel de los presentes. En ese instante, flanqueado por dos guardias civiles que forcejeaban por mantenerlo sometido, el hijo de la alemana hizo aparición. La camiseta blanca de tirantes empapada de sangre y la mirada perdida, vacía; enmarcada en unas cuencas ojerosas y malvas que le conferían una profundidad fúnebre y desquiciada. Los amplios calzones mostraban sin decoro un cerco oscuro en la entrepierna. Parecía que se había orinado y defecado encima.

<<Va drogado hasta las cejas, el hijo de puta>>

La gente murmuraba y algunos le insultaban con rabia. Cruzando la acera, camino del coche patrulla, un guardia pisó involuntariamente la cabeza seccionada de un caniche y resbaló. A punto estuvo de caer al suelo. Alguien lanzó una piedra contra el alemán, errando el objetivo por poco. Y ésta impactó contra el techo del vehículo policial provocando el enfado del cabo, que amenazó a los presentes, airado.


Sergio Mesa, el vecino del portal 2, apareció exaltado y zarandeo a Marcos por los hombros.

-Tío… que pasada… El yonky ha troceado a los siete perros de la alemana y los ha tirado por la ventana. Y luego, como la madre seguía sin querer darle dinero para drogas, intentó llevarse la tele para venderla -Sergio, con una camiseta vieja de su padre que le llegaba por las rodillas parecía entusiasmado por lo extraordinario del suceso-. Que pasada… la tetona trató de evitarlo y el “chalao” se lio a puñaladas con ella.

Como anuncio del siguiente acto, las palabras de su amigo resonaron en la mente de Marcos segundos antes que unos sanitarios sacaran una camilla del edificio. Sobre ésta, una sábana ensangrentada dibujaba los contornos de un cuerpo tendido.  Uno de los médicos cubrió el cadáver de la mujer con una manta térmica plateada que reflejaba todos los brillos de las luces de los servicios de emergencias. Sergio enmudeció y un coro de silencios graves impuso su sobria densidad sobre los pesarosos frutos de carne de aquel suburbio madrileño. Todos callaron mientras los operarios introducían la camilla en la ambulancia. Un guardia iba recogiendo los pedazos de perro e introduciéndolos en una bolsa de basura negra.

Marcos se sobresaltó al sentir la mano de Tito cogiéndole del brazo con fuerza.

-¿Qué haces aquí? Anda, entra en casa.

Ya de vuelta en el infernal horno de su claustrofóbica habitación, Marcos no pudo conciliar el sueño. Sentía el corazón latiendo desbocado contra su pecho infantil. Pensó que ya nunca volverían a ver pasar a la enigmática mujer rodeada de sus perros frente a la escalera del portal.
La mirada enferma del alemán y la imagen de la sábana ensangrentada, lastraban las alas de un sueño que ya no podría levantar el vuelo aquella calurosa noche de agosto.


Ángel Molina


martes, 26 de enero de 2016

Mi primer ocaso

“Fíjate bien en los colores. Recuérdalos para poder luego pintarlos con los pasteles. Primero los tonos violetas más oscuros. Azul marino. Luego esas capas rojizas intensas que parecen sostenerse sobre franjas de color cada vez más anaranjados. ¿Te das cuenta?”

Mi padre me hablaba recostado a mi izquierda, con mi hermano sentado sobre sus piernas. A su vera, yo escuchaba absorto con la vista clavada en el cielo inmenso teñido de un sangrante sol poniente. Ocaso primero del amanecer de mis días. Consciente por primera vez del estallido de colores que iban sepultando una jornada de sábado en el parque de Cervantes. Empapándome de la escena. Sintiéndome espectador privilegiado de un acontecimiento excepcional.

 El césped donde habíamos estado jugando a fútbol toda la tarde, empezaba a humedecerse con el rocío temprano y el frío empezaba a entumecer las posaderas.  Veloces siluetas aladas volaban quebrando sus trayectorias con intrépidos virajes en torno a las farolas recién encendidas. Me resultó extraño el vuelo errático de aquellos pájaros.

“Son murciélagos” aclaró "el papa". Me costaba creer aquello porque lo primero que me venía a la cabeza eran historias de Drácula y de vampiros asesinos. Se me hacía difícil desprenderme de  ese prejuicio fantasioso y encajarlo con serenidad adulta en la realidad de lo cotidiano.


Me acuerdo perfectamente de que no pude reprimir una nostálgica sonrisa cuando muchos años después abrí un viejo cuaderno de dibujos y se me inundaron los ojos con la escena resucitada de aquella tarde entrañable. 

Allí estaba mi hermano, con su camiseta blanca de cuello vuelto, mi padre con su chándal azul de “le’coq sportif” y  yo mismo con la pelota en las manos.  Sobre nosotros,  reproducido con infantil precisión el cielo vespertino, las farolas y los murciélagos. 

Me sobrecogió entonces el repentino recuerdo de mis dedos  manchados de pintura al frotar con ellos el papel pintado para conseguir el efecto difuminado. Incluso el olor pareció hacerse perceptible por un instante.

Tras de mí, mi padre, encorvado sobre la silla y envolviéndome con sus brazos,  cogía mi mano y la dirigía explicándome cómo proceder para plasmar los efectos de la luz del atardecer. Sobre la mesa, la caja verde de pasteles Rembrandt y las pinturas desparramadas.

Juan Vallejo

domingo, 24 de enero de 2016

El yayo Juan


La boina negra, ligeramente ladeada, proyectaba una sombra difuminada por la claridad refractada desde los adoquines de la acera. Los ojos minúsculos brindaban destellos de una sempiterna ternura. Bajo la prenda de cabeza, mantenía una tupida cabellera de  un radiante tono níveo. La piel clara; los altos y prominentes pómulos rojizos, tostados por el citadino sol del verano barcelonés. De facciones angulosas, elevaba la barbilla ligeramente cuando se dirigía a su interlocutor, lo que, unido a una media sonrisa imborrable y a unos párpados ligeramente cerrados,  confería a su expresión un aire humildemente socarrón. Una barba canosa de dos días endurecía la tez limpia de un rostro fulgente, grabado con una impronta amable de innata honestidad. Sentado en el banco, las manos reposando, la una sobre la otra, en la empuñadura convexa del bastón.  Camisa blanca, pulcra, límpida, abotonada hasta el cuello y cubierta por una tosca chaqueta negra. Acompañado siempre del fuerte olor a eucalipto de sus caramelos. 

“Abre las manos”, ¡las dos, hombre; las dos! …juntas… eso es”. Y  la concavidad diminuta de mis manos infantiles se veía desbordada por una lluvia torrencial de caramelos de envoltura verdiblanca. Al principio, años atrás, no me gustaban. Sentía como si me aspirasen el aire de los pulmones, dejando en su lugar una gélida escarcha adherida a las paredes de las vías respiratorias y un ardor desesperante en la lengua. Se me cristalizaban los ojos. Luego, con el paso del tiempo,  me fui acostumbrando a ellos y acabaron por agradarme. 

Juan, el yayo Juan, conversaba con un amigo en un banco de la plaza de Pubilla Casas. Mi hermano y yo permanecíamos sentados en el suelo, frente a ellos. Sus labios finos perfilaban una amable sonrisa. Mi madre andaba por el barrio, despidiéndose de algunos conocidos en compañía de mis tías. 

Debían quedar  uno o dos días para que nos mudáramos a Madrid y casi con timidez, el abuelo  me sugirió bromeando que le dejáramos a mi hermana en el piso. Que él la cuidaría. Eludí responder, pero insistió un par de veces y pensé que no podría escaquear  la comprometedora contestación. Lo intenté. Le dije que no, que la teníamos que llevar con nosotros; que era muy pequeña. Por aquel entonces no debía tener más que unos meses. 

“Bueno, yo he cuidado a muchas niñas y eso no se olvida. –sonrió- La cuidaré bien, no te preocupes”. Llegados a este punto creí necesario argumentar mi negativa a pesar de que me resultara incómodo. 

“Es que tu eres ya muy mayor. Imagínate que te mueres con ella en brazos y se te cae…”. 

Él y su amigo estallaron en una carcajada y comentaron algo entre risas. Luego se dirigió a mí para decirme que de veras me preocupaba por Anita, que debía quererla mucho. 

Después, volviendo al meollo de mi objeción,  me dijo que no me inquietase por eso, que aún le quedaban muchos años, que no era tan viejo.  Y en verdad  transmitía lozanía. 

Contra todo pronóstico murió unos meses antes que su mujer, no tantos años más tarde como hubiéramos imaginado.

Cuando a través del cristal del tanatorio vi su cuerpo  amortajado, tuve la sensación de que era la primera vez que no irradiaba ese halo de felicidad despreocupada. Tenía el rostro desencajado y supuraba a través de los algodones de los oídos y de la nariz. Era la primera vez que contemplaba  un cadáver y me pareció inmensamente muerto.

Juan Vallejo


sábado, 23 de enero de 2016

El musgo

<< Aquella mañana de Diciembre no resultaba distinta de las demás. Chispeaba y hacía un viento frío. Bajábamos caminando y al llegar a la plaza de Collblanc, cruzamos la calle y nos dirigimos a uno de mis lugares íntimamente preferidos en aquellas fechas.

 Mi madre empujó la puerta y el tintineo de las campanillas avisó al tendero de nuestra presencia. Salió de la trastienda sonriente. Para entonces yo ya me encontraba en éxtasis.  El olor a musgo del herbolario me embriagaba. Decenas de figuritas de Belén poblaban las estanterías. Luces intermitentes me hechizaban con sus hipnóticos destellos mientras folclóricos villancicos alegraban la estancia. Bolsas de musgo, de serrín y de nieve artificial se amontonaban por todos los rincones. El espumillón confería un toque ornamentario que me resultaba distinguido con sus destellos dorados y sus guiños plateados. 

La tienda era diminuta. Entraron dos mujeres detrás de nosotros. La una era gruesa. La otra más. Inmediatamente después de que me acorralaran, empujándome con la puerta al abrirla, sentí que me asfixiaban con sus abrigos. Propulsándome con cada uno de sus bruscos y descuidados movimientos, contra los portales y los pequeños  Jesusitos de cabeza desproporcionada.  Uno de los bueyes fue testigo silencioso de mi lucha por mantener el equilibrio y no precipitarme contra la estantería plagada de divinidades, en lo que hubiera constituido una dramática acción involuntaria, pero cargada de contundente simbología herética. 

Mi madre compraba allí las figuritas de superhéroes que luego envolvía con el papel de estaño, junto con los bocadillos del almuerzo. Cada semana una sorpresa. Por alguna razón recuerdo con cariño a un Casimiro desaliñado con su culebra ejerciendo resignada como circunstancial cepillo de dientes. Aquel muñeco, junto a un Mortaledo cuyas gafas perdí tempranamente y un Filemón al que amputé uno de los dos pelos,  lo conservé durante muchos años. 

Pero ese día, además del muñequito correspondiente, llenó una bolsa con miniaturas para el Belén. Una montaña de corcho marrón, unos pinos mediterráneos, unos abetos nevados, un pozo, unas gallinas… algunas cosas más que seguro que dejo en el olvido y los paquetitos transparentes de musgo, de tierra y de nieve. Nieve de bola gorda, que era más barata. Tan barata como el musgo; el más largo y grueso, que confería un aspecto selvático más propio del Amazonas que de la desértica Palestina. Pero aquello me entusiasmaba. La novedad aquel año fueron la zambomba y las panderetas, junto con un par de casetes de cánticos navideños.


Salimos a trompicones de la tienda, presurosamente. Como un esputo proyectado con decisión  al asfalto encharcado del barrio. Las campanillas se despidieron con sus cándidos tonos agudos. 

Nuevamente, el aire frío de la calle se enseñoreó de mis pulmones, llevándose de un zarpazo la cálida fragancia de aquel lugar mágico de iluminación tenue y anaranjada. El eco de los villancicos populares, más resistente,  me acompañó unos metros. Hasta que los estrepitosos sonidos urbanos de Hospitalet lo marchitaron, despedazándolo y engulléndolo como una manada de hienas asesinas.>>

Juan Vallejo



En el edificio de la esquina se encontraba el herbolario.




El mercado de Collblanc

<< Por alguna razón, recuerdo caminar sorteando  las hojas podridas de lechuga, contagiadas del gris pardo del asfalto frío y  sucio del  mercado. Voy de la mano de mi madre.  Tratando de zapatear sobre  los charcos de agua negruzca que  se multiplican por toda la plaza. No me resulta fácil, pues "la mama" tira de mí con habilidad, eludiendo la proximidad de los infectos charcos de los que emanan regueros de rodadas de los carros de la compra. Un caótico enjambre de huellas se expande en todas direcciones.

Como si se tratara de citadinos capullos florecidos, los excrementos de las palomas parecen querer adornar con su estampado blanco verdecido, el insalubre piso urbano. Andamos deprisa y no puedo evitar chocar reiteradamente con bolsas, piernas y traseros de mujeres que gritan al verdulero desde los tumultos que se aglutinan alrededor de los puestos. Como un cuadro impresionista, se fusionan en la escena distintas gamas de grises. El del asfalto, el de las fachadas con sus sangrantes humedades chorreando, el del cielo encapotado, el de los gruesos abrigos de la gente; el de las pardas palomas, cojas y difíciles de asustar, acostumbradas al trajín y al gentío de la plaza de Collblanc.

 Huele a cemento mojado y a orínes. A verduras, a pescado, a colonia barata y a barrio obrero. Si cierro los ojos y presto atención, puedo sentir  aún el tacto de la mano de mi madre asiendo con fuerza la mía. Creo que íbamos a la tienda "del Jordi" y de "la  Marisa", a unas calles de allí. Yo buscaba con avidez el llamativo colorido del puesto de juguetes y chucherías que estallaba con sus deslumbrantes tonos,  rompiendo con la tristeza y la mezquindad del paraje suburbial. Como un oasis de luz y  ensueño  dentro de la desolación de un universo oscuro de adultos frenéticos e incomprensibles. 

Pero nada quebró el ocre marchito del mercado.  De nuevo, empezó a llover. Al atravesar la plaza, a la altura del quiosco, la multitud se diluía y la calle resultaba más cómoda de transitar. Me quejé porque me costaba seguir  el ritmo y, al tirar de mí, mi madre me hacía daño apretujándome los dedos de la mano cuando esta empezaba a escurrírsele. Debíamos tener prisa.>>


No es una vivencia intensa, decisiva. Es un retazo de cotidianeidad. Un harapo ajado de una lejana infancia. No tendría más de cuatro o cinco años. Pero el capricho de la memoria ha decidido grabarlo a fuego como icono de un tiempo que se fue. Supongo que la pervivencia de lo rutinario es esencial para la posterior comprensión de la esencia propia.


Juan Vallejo






Aspecto de la plaza donde se montaba el mercado de Collblanc antes de las olimpiadas de Barcelona, años en los cuales fue reformada. En los tiempos de la infancia de Juan, aún posteriores a los de la fotografía, todavía conservaba una imagen similar. 



INTRODUCCIÓN

Personajes. Podríamos hablar de los personajes de un libro. De los protagonistas de un Historia presa de las texturas inertes del papel y de los negros surcos de la tinta, tatuando un relato imaginario en la yerma blancura de las hojas. De creaciones efímeras cuyo episodio de madurez es usurpada de una trayectoria oculta. Como si robásemos apenas un suspiro para prescindir de todo el contexto que ha posibilitado esa flor de la inventiva. Podríamos.

Pero los personajes no nacen y mueren entre los lomos que cercan el principio y el fin de una novela. Los personajes de “la sangre entre las cenizas” son mucho más. Son seres animados por la sangre que fluye por sus venas. Gentes que como tú o como yo, han modelado su esencia a golpe de venturas e infortunios. De truenos que dejaron su impronta en el tiempo que los transportó desde que la vida besara sus frentes infantiles.

El blog que lees, pretende guiarte por entre las oscuras grutas del pasado de aquellos que han quedado presos del segmento capturado por “La sangre entre las cenizas”. Como ojos y oídos invisibles, descubriremos pequeños sucesos. Anécdotas.  Pasajes que pese a su brevedad, o aparente insignificancia, han ido tejiendo la sábana de una vida que al final se revela como el sudario que cada cual nos confeccionamos de forma inconsciente, bajo la implacable vigilancia del tiempo que nos arrolla.

¿Quiénes son verdaderamente los protagonistas de “La sangre entre las cenizas”?

Acompáñame, lector; y déjate llevar  por sendas ajenas dibujadas entre tiempos pretéritos y realidades diversas.  Descubramos juntos a los seres más allá de los personajes.

Ángel Molina