sábado, 23 de enero de 2016

El musgo

<< Aquella mañana de Diciembre no resultaba distinta de las demás. Chispeaba y hacía un viento frío. Bajábamos caminando y al llegar a la plaza de Collblanc, cruzamos la calle y nos dirigimos a uno de mis lugares íntimamente preferidos en aquellas fechas.

 Mi madre empujó la puerta y el tintineo de las campanillas avisó al tendero de nuestra presencia. Salió de la trastienda sonriente. Para entonces yo ya me encontraba en éxtasis.  El olor a musgo del herbolario me embriagaba. Decenas de figuritas de Belén poblaban las estanterías. Luces intermitentes me hechizaban con sus hipnóticos destellos mientras folclóricos villancicos alegraban la estancia. Bolsas de musgo, de serrín y de nieve artificial se amontonaban por todos los rincones. El espumillón confería un toque ornamentario que me resultaba distinguido con sus destellos dorados y sus guiños plateados. 

La tienda era diminuta. Entraron dos mujeres detrás de nosotros. La una era gruesa. La otra más. Inmediatamente después de que me acorralaran, empujándome con la puerta al abrirla, sentí que me asfixiaban con sus abrigos. Propulsándome con cada uno de sus bruscos y descuidados movimientos, contra los portales y los pequeños  Jesusitos de cabeza desproporcionada.  Uno de los bueyes fue testigo silencioso de mi lucha por mantener el equilibrio y no precipitarme contra la estantería plagada de divinidades, en lo que hubiera constituido una dramática acción involuntaria, pero cargada de contundente simbología herética. 

Mi madre compraba allí las figuritas de superhéroes que luego envolvía con el papel de estaño, junto con los bocadillos del almuerzo. Cada semana una sorpresa. Por alguna razón recuerdo con cariño a un Casimiro desaliñado con su culebra ejerciendo resignada como circunstancial cepillo de dientes. Aquel muñeco, junto a un Mortaledo cuyas gafas perdí tempranamente y un Filemón al que amputé uno de los dos pelos,  lo conservé durante muchos años. 

Pero ese día, además del muñequito correspondiente, llenó una bolsa con miniaturas para el Belén. Una montaña de corcho marrón, unos pinos mediterráneos, unos abetos nevados, un pozo, unas gallinas… algunas cosas más que seguro que dejo en el olvido y los paquetitos transparentes de musgo, de tierra y de nieve. Nieve de bola gorda, que era más barata. Tan barata como el musgo; el más largo y grueso, que confería un aspecto selvático más propio del Amazonas que de la desértica Palestina. Pero aquello me entusiasmaba. La novedad aquel año fueron la zambomba y las panderetas, junto con un par de casetes de cánticos navideños.


Salimos a trompicones de la tienda, presurosamente. Como un esputo proyectado con decisión  al asfalto encharcado del barrio. Las campanillas se despidieron con sus cándidos tonos agudos. 

Nuevamente, el aire frío de la calle se enseñoreó de mis pulmones, llevándose de un zarpazo la cálida fragancia de aquel lugar mágico de iluminación tenue y anaranjada. El eco de los villancicos populares, más resistente,  me acompañó unos metros. Hasta que los estrepitosos sonidos urbanos de Hospitalet lo marchitaron, despedazándolo y engulléndolo como una manada de hienas asesinas.>>

Juan Vallejo



En el edificio de la esquina se encontraba el herbolario.




2 comentarios:

  1. No se puede transmitir mejor, unas vivencias infantiles en lo que supongo no más de 10 metros cuadrados de una tienda de ensueño infantil

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  2. Supones bien, Ana. Una microtienda.
    Gracias por comentar

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