La noche más calurosa
El niño sintió un escalofrío que le erizó la piel cuando un desgarrador grito de mujer quebró los espacios bochornosos de la noche con su gélida estridencia. Después de aquel alarido no pudo volver a dormir. Al chillido desgarrado de mujer, le siguió un creciente murmullo en las calles.
Luego llegaron las luces. Las intermitencias azules y naranjas competían en una furiosa batalla por adueñarse de las fachadas del callejón. Los focos de los coches policiales y de las ambulancias escupían sus destellos luminosos, arrancándole a la noche su quietud azabache y arrinconando su negrura contra las esquinas, las asustadizas sombras danzantes de los cubos de basura y el atrezo urbano.
Luego llegaron las luces. Las intermitencias azules y naranjas competían en una furiosa batalla por adueñarse de las fachadas del callejón. Los focos de los coches policiales y de las ambulancias escupían sus destellos luminosos, arrancándole a la noche su quietud azabache y arrinconando su negrura contra las esquinas, las asustadizas sombras danzantes de los cubos de basura y el atrezo urbano.
La calma de la madrugada se vio importunada por un ajetreo inusual. Las sirenas se habían callado al poco de llegar los furgones, pero sus histéricos alaridos cuando se acercaron al portal del bloque, habían truncado el liviano sueño de Marquitos Márquez.
Ahora el crío no podía
conciliar el sueño. Por la ventana abierta se filtraban las luces de los vehículos
de emergencias detenidos abajo, y sus reflejos corrían por el techo de la
habitación persiguiéndose en un baile frenético. Con los ojos abiertos como
soles, Marcos se dejó llevar por una inquietante curiosidad y se incorporó de
la cama. Sudaba por el calor de la noche abrasadora de agosto. Anduvo descalzo
por las estrecheces del piso viejo y enmohecido de Vicálvaro. A tientas
atravesó el pasillo angosto y dio un respingo al sentir el filo cortante de la
baldosa rota bajo la piel de su pie desnudo. Tropezó con varios elementos
imposibles de identificar al cobijo de una oscuridad absoluta antes de alcanzar
la puerta y salir al descansillo, donde una bombilla de luz tenue sometida al
capricho de los cambios de tensión, zumbaba como un mosquito tenaz;
desprendiendo una lánguida luz ocre sobre las paredes desconchadas y sucias.
Dejó la puerta
entreabierta y se lanzó corriendo escaleras abajo, hasta salir a la entrada del
portal y sumarse a la pequeña algarabía de vecinos que increpaban y
gesticulaban airados. Marquitos se rascó la cabeza greñuda y frunció el ceño
cuando el rotativo luminoso del coche policial arrojó su azul intenso contra
sus pupilas dilatadas. Luego sonrió divertido al descubrir que la mayoría de la
gente debía haber saltado de la cama con más prisa que él y lucían una curiosa
colección de calzoncillos, pijamas ligeros y chanclas.
Allí estaba Romero, el
mecánico del segundo A, con su barriga de hipopótamo tan cubierta de vello como
su espalda y sus hombros. Con un tupido jardín de pelos negros aplastados por
el sudor del verano. La calva brillaba y las gotas que se le formaban en las
sienes empapaban su rostro. Cuando levantaba los brazos anchos y flácidos con
gesto airado, los peludos sobacos mostraban su bosquejo enredado y frondoso.
Marquitos no pudo evitar una mueca de asco.
Luego centró su atención
en el portal del bloque de enfrente, precintado por una cinta de plástico que acotaba el acceso. Repentinamente, su mente asoció el grito con la voz quebrada de la vecina de los perros, cuya imagen irrumpió clarificadora en su memoria. Era la mujer del ático. La alemana. Una cincuentona despampanante con el rostro
tatuado por una vida difícil. Los amigos de su hermano mayor decían que había
sido una actriz porno. Muchas veces, cuando todos charlaban sentados en las
escaleras grises del portal, ella pasaba frente a ellos con sus siete caniches rodeándola
y brincando en torno a sus piernas, como una plaga de ratas blancas. Una jauría
escandalosa que se arremolinaba entre sus pies con un ajetreo desquiciado.
Entonces todos callaban y
los amigos de Tito -su hermano-, la seguían con la mirada con una sonrisa boba
prendida de sus rostros adolescentes. Marquitos y su pandilla, más pequeños,
trataban de buscar el sentido de aquella escena extraña cargada de silencios y
de tensas contemplaciones. En ocasiones, la mujer detenía el paso y gritaba
increpando a los chicos, que enrojecían y empezaban a murmurar y a tratar de
disimular risitas fugitivas, intimidados.
Otras veces les hacía
gestos obscenos y los mayores rompían a reír presas de un nerviosismo
vergonzante. Era una mujer alta de espaldas anchas. Lastrada con unos pechos
sobredimensionados y unos labios rosa chillón redondeados y voluminosos. Las
piernas largas y musculadas con un dibujo bien perfilado y siempre bronceadas. Elevada
siempre sobre las alturas de unos tacones espigados y negros.
Las mujeres murmuraban a
su espalda con expresión de desprecio y los hombres volvían la cabeza buscando su
trasero al caminar, perdidos en los esculturales contornos de su figura.
Otro motivo de
controversia era el escándalo infinito de sus perros que atormentaban las
siestas con sus ladridos y sus gemidos lastimeros.
Unas semanas atrás, un
hombre joven había llegado al barrio con su chupa de cuero y su ruidosa moto
ribeteada de flecos. Decían los vecinos que era su hijo, venido de Alemania.
La cuestión es que desde que llegó y se alojó en casa de la que se suponía su
madre, las disputas entre ambos eran la comidilla de las horas vespertinas del verano. A
veces rompían el silencio de la noche con amenazas lanzadas al amparo de la
negrura del barrio. Se comentaba de él que tenía problemas con la droga.
Marquitos Márquez se
acarició la barriga delgada y morena. Desnuda. Y se rascó la cadera bajo la
goma del bañador rojo con el que dormía, jugaba, corría las calles y, en
general, vivía de forma perenne durante los meses de verano. Se abrió paso
entre los vecinos en calzoncillos y las vecinas en bata, para sobrecogerse al
llegar junto a la cinta policial. En las baldosas pardas de la acera, pedazos
de perros mutilados se esparcían ensangrentando la entrada del portal con la
macabra escena erizando la piel de los
presentes. En ese instante, flanqueado por dos guardias civiles que forcejeaban
por mantenerlo sometido, el hijo de la alemana hizo aparición. La camiseta
blanca de tirantes empapada de sangre y la mirada perdida, vacía; enmarcada en
unas cuencas ojerosas y malvas que le conferían una profundidad fúnebre y
desquiciada. Los amplios calzones mostraban sin decoro un cerco oscuro en la
entrepierna. Parecía que se había orinado y defecado encima.
<<Va drogado hasta
las cejas, el hijo de puta>>
La gente murmuraba y
algunos le insultaban con rabia. Cruzando la acera, camino del coche patrulla,
un guardia pisó involuntariamente la cabeza seccionada de un caniche y resbaló.
A punto estuvo de caer al suelo. Alguien lanzó una piedra contra el alemán, errando
el objetivo por poco. Y ésta impactó contra el techo del vehículo policial
provocando el enfado del cabo, que amenazó a los presentes, airado.
Sergio Mesa, el vecino
del portal 2, apareció exaltado y zarandeo a Marcos por los hombros.
-Tío… que pasada… El
yonky ha troceado a los siete perros de la alemana y los ha tirado por la
ventana. Y luego, como la madre seguía sin querer darle dinero para drogas,
intentó llevarse la tele para venderla -Sergio, con una camiseta vieja de su padre
que le llegaba por las rodillas parecía entusiasmado por lo extraordinario del
suceso-. Que pasada… la tetona trató de evitarlo y el “chalao” se lio a puñaladas con ella.
Como anuncio del
siguiente acto, las palabras de su amigo resonaron en la mente de Marcos segundos
antes que unos sanitarios sacaran una camilla del edificio. Sobre ésta, una sábana
ensangrentada dibujaba los contornos de un cuerpo tendido. Uno de los médicos cubrió el cadáver de la
mujer con una manta térmica plateada que reflejaba todos los brillos de las
luces de los servicios de emergencias. Sergio enmudeció y un coro de silencios
graves impuso su sobria densidad sobre los pesarosos frutos de carne de aquel
suburbio madrileño. Todos callaron mientras los operarios introducían la camilla
en la ambulancia. Un guardia iba recogiendo los pedazos de perro e introduciéndolos
en una bolsa de basura negra.
Marcos se sobresaltó al
sentir la mano de Tito cogiéndole del brazo con fuerza.
-¿Qué haces aquí? Anda,
entra en casa.
Ya de vuelta en el
infernal horno de su claustrofóbica habitación, Marcos no pudo conciliar el
sueño. Sentía el corazón latiendo desbocado contra su pecho infantil. Pensó que
ya nunca volverían a ver pasar a la enigmática mujer rodeada de sus perros
frente a la escalera del portal.
La mirada enferma del
alemán y la imagen de la sábana ensangrentada, lastraban las alas de un sueño
que ya no podría levantar el vuelo aquella calurosa noche de agosto.
Ángel Molina
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