sábado, 20 de febrero de 2016

El Pozo del Tío Raimundo. 1968



La pavesa saltó de entre las llamas de la fogata prendida en las entrañas del oxidado bidón. Sorteó con maestría los rostros arrasados de los hombres que se arrebujaban a su alrededor ateridos por el frío de aquel invierno despiadado. No  prestó atención a las expresiones sobrias  y castigadas, escritas con el cincel impasible de la necesidad y el desespero  labrando  surcos ásperos en la rudeza castigada de sus caras. 

Describió algunas espirales  sobre la bocanada de calor prendida en las zarpas del fuego antes de revolotear  hacia el helor de una noche incipiente.  Pasó sobre los escombros del vertedero, ignorando los macabros recovecos entre los ladrillos, la ferralla y la basura, en los que la miseria babeaba como el rocío, humedeciendo con su lamido pegajoso la estampa de devastación de aquellos parajes vallecanos.

Haciendo cabriolas a merced de un viento gélido como la muerte, cruzó la calle embarrada que limitaba con las primeras chabolas del barrio. Sobre los charcos inmundos del camino, algunos críos sucios y empapados jugaban a perseguirse, trepando entre las bolsas de basura, que destripadas, sembraban con su podrida evisceración los portales de los primeros bloques de ladrillo. Las construcciones se erigían entre las chabolas, el fango y el vertedero, agonizando por el veneno amargo de un futuro descuartizado.

Pero la pavesa blanca, como una lágrima pálida, sorteó la miseria oscura y el gris pardo del barrio. Frente al descampado del edificio del matadero, la brisa decidió abandonarla a su suerte y replegó sus dedos cuidadosos. 

Sentado sobre el poyete de la tapia del matadero, la figura cabizbaja de un crío cubierto por una boina de visera, pareció un buen destino. La ceniza se desplomó en una barrena mortal sobre la rodilla desnuda y mugrienta de Carlos.

El chico, serio, aplastó con el dedo la pluma gris y ésta se desintegró dejando su sangre negra y polvorienta sobre la piel fría del muchacho. 

Lentamente, Carlos Ledesma, se descolgó del muro enmohecido de ladrillos y cayó con las botas ajadas sobre el barro. No le importó sentir el agua helada salpicar contra sus espinillas cubiertas de heridas y mugre. Normalmente, se le podía ver acompañado de su cuadrilla de incondicionales, retando a la muerte en cada esquina maloliente del barrio. Pero hoy había preferido la soledad. Aunque no estaba estrictamente solo. Una rabia gigante le acompañaba. De hecho, parecía que ésta estuviese estrangulándole las entrañas con su mano de fuego, convirtiéndole en un muñeco de ventrílocuo y arrastrándole hacia el oscuro callejón del prostíbulo de detrás del matadero.

Sus ojos claros brillaron cuando una bombilla desnuda, colgada de aquellos cables despellejados,  alumbró tenuemente su figura, surgiendo de las entrañas de la miseria. Por un momento, se detuvo frente al pequeño portal y sostuvo la retadora mirada de un gato que contuvo el paso junto a él. El felino, bajó la vista con renovada indiferencia y prosiguió su camino.

Carlos  anduvo hacia los cubos de basura sepultados de deshechos y se acurrucó tras ellos, al abrigo de las sombras.  Mientras la noche cubría  con su tétrica losa negra los torturados intestinos  del  Pozo del Tío Raimundo. Se bajó la visera de la boina y encogió el cuello buscando el abrigo del grueso jersey de lana. Mientras esperaba, Carlos se miró las manos de quinceañero plagadas de heridas y padrastros. Con las uñas coronadas por una negra capa de roña y los dedos enrojecidos por el frío. 

Al escuchar el portazo se incorporó, asomándose escondido entre las sombras y las basuras, y pudo ver al hombre que abandonaba el prostíbulo.

El tipo, con una mirada lasciva prendida de su rostro marcado de viruela, se peinó hacia atrás y guardó el peine en el bolsillo de la americana. Luego se atusó el bigotillo de fascista y caminó calle abajo mientras silbaba con altanería una coplilla pegadiza. El eco estridente de sus pasos por la única calle asfaltada, camufló el andar leve y rápido de Carlos, que al abrigo de la noche y de la negrura de un barrio sin luces, recortó la distancia con el desprevenido falangista de la BPS. Apenas seis metros separaban al chico de la espalda del hombre.

El corazón de Carlitos Ledesma era un tronar de tambores; sus sienes, un volcán en erupción; sus músculos, pura tensión regada de epinefrina; su sangre,  lava a punto de reventar las venas. Sus ojos azules, desde la negrura de la sombras bajo la visera de la boina, dos chispas de rabia. Dos dagas de muerte proyectadas contra la nuca de aquel  asesino despiadado, de arrogantes maneras y mirada incisiva. Terrorífica. Con una expresión de macabra locura chillando desde sus dilatadas pupilas, tan profundas y oscuras como el infierno mismo.

Fue un instante fugaz. El policía giró la cabeza, alarmado por las pisadas de una rápida carrera, pero no tuvo tiempo más que para deslumbrarse por el leve destello de la hoja de una navaja avanzando veloz contra su rostro. Carlos hundió la cuchilla en el ojo del policía y sintió la punta chocando con el interior del cráneo. Fue tan solo la primera de las puñaladas. Con cada una de las que vinieron después, el crío no veía más que la imagen del policía golpeando a su padre, hundiendo su cabeza en barreños de agua hasta casi ahogarlo, sacudiéndole descargas eléctricas, apagando cigarrillos en su rostro… torturándole hasta la muerte.

Aquella gélida noche, Carlos Ledesma había brindado sus manos jóvenes y ágiles; y su corazón, fuelle agitado de torrentes de una sangre roja y caliente, al ánima revanchista de quien le diese la vida. Pero el hijo del obrero vengó al padre asesinado con una inquina desmedida porque, más allá del imperio instintivo de los genes, estaba la obligación determinista de la razón de clase.

Cuando la Guardia Civil levantó el cuerpo del miembro de la Brigada Político Social hallado en el barrio chabolista próximo a Vallecas, éste estaba literalmente cosido a puñaladas.  Impresas en el barro endurecido y escarchado de la mañana, unas pisadas menudas rodeaban caóticamente el cadáver ensangrentado, que aún sujetaba entre sus yertos dedos, una pistola que no tuvo tiempo de disparar.

-Putos rojos de mierda…-  Bajo las formas temibles de su tricornio, el cabo murmuró mirando con desprecio el corro de curiosos, que parecían sonreír y mofarse desde la calculada inexpresividad de sus curtidos rostros de míseros trabajadores.


Ángel Molina

miércoles, 10 de febrero de 2016

EL TRAMPOLÍN

Esclavo de sus pequeñas piernas infantiles, le resultaba difícil trepar por los elevados peldaños de la escalera de caracol; chapoteando descalzo sobre los charcos que se formaban en el irregular hormigón de los escalones. Con habilidad, sorteaba las largas piernas de los adultos que bajaban la mirada sorprendidos. 

En ocasiones, incluso, alguno de ellos le cogía en brazos para bajarle de nuevo al césped, riñéndole por tratar de llegar a lo alto.

Pero allá volvía Juan a la carga con inconsciente decisión, encarando una vez más las largas escaleras del trampolín.

No sabía nadar aún, pero ese detalle era apenas una  anécdota insignificante, incapaz de detener un ímpetu indomable, que azuzaba con su testarudez irreflexiva desde las entrañas del pequeño ser.

El plan trazado obviaba el asunto de la natación, planteando la alternativa de la apnea como solución prodigiosa. Sólo había que bucear desde el punto de impacto hasta la escalerilla metálica del bordillo. Hazaña de simple ejecución en la abstracción de la mente, pero a la que Juan concedía secretamente la gravedad de una dificultad inherente, incrementada por  la agonía del fallo hipotético en la tentativa. 

En cualquier caso, el esfuerzo y el riesgo se veían ampliamente recompensados por la emoción del salto.

Por mucho tiempo después de aquello,  cuando se paraba a recordar, a Juan le conmovía la huella de aquellas sensaciones. 

La emoción del cosquilleo que le provocaban los fríos dedos del miedo jugando a revolver las tripas, al avanzar a través de la larga y estrecha tabla; encaminándose hacia el borde contra las presas del vértigo que trataban de asir sus tobillos infructuosamente. La amenaza tenaz del abismo abierto, más allá de las reducidas dimensiones del tablón, era sin quererlo parte del reto que espoleaba la empresa.

La imponente vista desde la altura, parecía doblegarse bajo sus diminutos pies, como en una reverencia sumisa y grave a su gigante figura infantil.

Abajo en el césped, su hermano gritaba y lloraba aterrado ante la imagen del flotador de cabeza de pato desinflándose mientras abrazaba su cintura. Al pobre le causaba pavor esa escena en que la silueta comenzaba a desfigurarse en un gesto macabro, plegándose agónica sobre sí misma, mientras el aire se fugaba a raudales por la válvula abierta y su padre se reía divertido por la situación.

Su madre, por el contrario, se enfadaba y recriminaba a su marido que asustase al crío con aquel espectáculo una y otra vez. Tampoco le gustaba en absoluto que permitiese a Juan subir al trampolín para lanzarse a la piscina. Sin saber siquiera nadar. Sufría con todo aquello y los nervios le consumían, cosa que parecía causar cierto regocijo simpático en el padre de los niños.

Juan avanzó hasta el filo de la tabla y con un salto decidido, se lanzó escorado hacia la izquierda, recortando en la caída la distancia horizontal que le separaba del bordillo. 

Aún recuerda el empujón que da el valor para romper la resistencia del miedo natural, de la conciencia instintiva de la evasión del riesgo. La patada decidida al abismo. No olvida el vacío en el estómago ni el clamor en el pecho; el cosquilleo, la duración de la caída. La azul superficie elevándose vertiginosamente hacia él con los destellos del sol fulgiendo rabiosos al ritmo nervioso del agua agitada. Como muchos años más tarde vería la tierra pedregosa buscando el encuentro violento con sus botas militares descendiendo del cielo tras lanzarse de un avión sumido en similares sensaciones. 

Rompió la superficie y se sumergió hasta el fondo, buscando el suelo para impulsarse hacia la escalerilla. Buceó hasta quedarse sin aire, antes de lo previsto, y sufrió hasta alcanzar la orilla. Salió del agua aturdido, tosiendo y sobrecogido, aunque iluminado con una sonrisa  enorme de satisfacción.

Lejos, a unos cuarenta metros, su madre parecía incómoda mientras buscaba los bocadillos en el cestón. Su padre, algo nervioso, trataba ahora de esconder el flotador de la vista de su hermano, que se había convertido en el centro de atención de todos los usuarios de la piscina. Aullando estridentes alaridos mientras el pato de plástico se consumía una vez más.

Juan sonrió, y con el corazón acelerado, corrió de nuevo  hacia la escalera del trampolín.

Ángel Molina


viernes, 5 de febrero de 2016

Su segundo ocaso


Las piernas le temblaban levemente, debilitadas por el esfuerzo y por un cansancio pegajoso como la humedad ardiente de la selva. En la escarpada cima del cerro, la densa vegetación parecía darse la vuelta y mirar hacia los angostos valles, tratando de disimular. Pretendiendo que no se percataba del claro de hierba verdecida que luchaba por abrirse un espacio entre la jungla densa. Pero la jungla, magnánima,  concedía ese rincón a la luz, al aire; a la misma sierra, enterrada bajo una vegetación espesa que había dejado a la tierra huérfana de sol. Chejas y tucanetas esmeralda volaban sobre el claro con sus llamativos colores, apenas visibles ya por la próxima caída de la noche.

En completo silencio, los guerrilleros fueron surgiendo de la espesura con el susurro de las hierbas rozando sus ajadas botas. Siluetas sigilosas y cabizbajas, cargadas con mochilas enormes y fusiles que desprendían olor a pólvora quemada. Como una danza sincronizada, los hombres ojerosos de rostro hastiado y mirada perdida, fueron rodeando la linde del claro.



De pronto, uno de ellos se detuvo. Los demás se congelaron en el acto. Luego hundió la rodilla en la hierba húmeda e hizo una señal con el puño que todos obedecieron, arrodillándose también y encarando con sus  armas hacia las sombras amenazantes que cercaban el descampado.

Descansarían allí unos minutos. Habían coronado el cerro y una bruma espesa corría abajo, con su arrastrarse sinuoso por entre las quebradas, como un río blanco que sepultaba a su paso el verdor  de aquel rincón de la  selva colombiana.


Juan se recostó contra la mochila y asentó la ametralladora frente a él. Sudaba como un océano desbordándose. Las cintas de munición dispuestas sobre los hombros clavaban las puntas de los cartuchos contra su cuello y la espalda había dejado de sentir el peso del  enorme morral, entumecida ya y falta de riego sanguíneo.

Estaba exhausto. Llevaban días corriendo, huyendo de un enemigo al que por fin parecían haber dejado atrás, después de jornadas de combates que habían diezmado la columna. Por un momento, Juan cerró los ojos y respiró con un ansia de oxígeno casi enfermiza, hasta que los pulmones parecieron deshilacharse por la presión. Luego mantuvo el frescor del aire limpio dentro de sí, tratando de aplastar los hedores a podrido de la atmósfera viciada e infecta de la jungla que se adhería aún a sus fosas nasales y a sus alvéolos.

Corría una brisa agradable que al acariciar su piel sudada, parecía rebajar el volcán de sus venas, que irradiaba un calor infernal  a cada célula de su castigado cuerpo.  De una de las cartucheras, sacó la pequeña pipa de madera del comandante Garzón. El comandante niño. El líder de la compañía, que con solo dieciséis años había muerto despedazado por  una granada de mortero hacía un par de días.

Era cuestión de tiempo, –pensó Juan- dieciséis primaveras enfrentando a la muerte cada día, tenían que traer, antes o después, el invierno eterno.

Por unos minutos, Juan se dejó llevar por los caprichos de una memoria corta, empeñada en ordenar el caos de miedos, muertes y penurias de los últimos días, enmarañados en un zarzal de espinosos dolores.  Sus dedos ennegrecidos por la pólvora y la sangre reseca, jugueteaban con la pipa de Garzón.

Pero de pronto, la memoria saltó al abismo infinito de tiempos lejanos. Espoleado por un aroma, un beso de aire freso, el vuelo errático de un murciélago tempranero… No supo bien por qué. Tampoco le importó el motivo. Sin embargo agradeció la sensación de paz que le invadió súbitamente.

Al mirar al frente, donde el cerro se despeñaba contra los abismos verticales de la sierra verde, una escena familiar le golpeó como un hachazo de nostalgia repentina. Sobre su cabeza, el cielo infinito se cernía abovedado contra el horizonte. Desde el negro incipiente de sus espacios verticales, iba degradando la contundencia azabache de su manto, engullido por un azul marino, un índigo, un celeste cada vez más verdoso.

En algún momento, bajando la vista, el verde se desleía en un amarillo dorado que cobraba un tono más y más anaranjado, hasta fundirse en el rojo incandescente sobre el horizonte; en cuyas llamas se quemaban las siluetas negras del perfil lejano al contraluz. 



La brisa agradable, la sensación de calma, el cuerpo cansado, la hierba húmeda…

La escena del ocaso le devolvió a un tiempo pasado que se aparecía ahora como el espejismo de un sueño volátil e irreal. Un recuerdo entre brumas. Su hermano sentado sobre las piernas de su padre, mientras este explicaba cómo plasmar el atardecer en una pintura; cómo verter los recuerdos de un cielo de cromatismos infinitos en un pedazo de papel. Aquel parque de su infancia. Los años se le atravesaron en la garganta como una espina envenenada y la distancia y los años transcurridos, parecieron gritar su alarido contenido durante algo más de dos décadas desde el rincón oscuro de su abismo ignoto.

Juan estuvo a punto de preguntarse qué habría sido de aquel chico que, con el balón entre las manos, escuchaba atento la voz aún joven de su padre; perdida la mirada en el cielo teñido de un sol en agonía. Qué habría sido de aquel padre, de aquel hermano, de aquel  rincón del mundo. Qué habría sido de aquel tiempo arrasado por  los años.

Pero no lo hizo. No quiso preguntárselo. Temió romperse. Por un instante sintió el suelo temblar bajo sus pies y el alma pareció gemir antes de crujir y quebrarse.

El destino, su rabia, su rebeldía, su voluntad, sus convicciones, sus ansias absurdas de aventura… quién sabe. El capricho de los otoños transcurridos había arrancado a aquel crío de las entrañas grises de Collblanc, de los atardeceres dulces del parque de Cervantes, de los campos dorados de Castilla, de los desiertos resecos de Afganistán, del  amor incondicional de los suyos, de Alba, de sus hijos…

Y como un grano de polen, ese insensible torbellino había empujado su vida contra los pliegues abismales del coloso andino, sumergiéndole en el infierno oscuro de una guerra a muerte entre la razón de las sombras  y  los oropeles de la sinrazón.


Ángel Molina


martes, 2 de febrero de 2016

Charcos en la terraza



La luz de la mañana se había desprendido de toda la timidez del alba, y la tenue claridad de los primeros rayos irrumpía ya sin modestia alguna en el pequeño saloncito. 

Para entonces, el anciano del quinto llevaba ya un rato despierto. Era un hombre activo pese a sus setenta y pico inviernos. Ya se había afeitado, había pulverizado contra su cuello la fuerte colonia que le regalara su mujer en el último aniversario y se había vestido con el elegante y ligero pantalón beis de los miércoles. Tenía uno para cada día de la semana. 

Al salir del diminuto cuarto de baño, pasó por el dormitorio, itinerario obligado para acceder al pasillo. Hizo una pausa en el camino y besó a su mujer, que aún dormía. Luego acometió los metros que le faltaban y cruzando el pequeño comedor, llegó a la puerta de la terraza, a través de cuyos cristales la mañana había conquistado los rincones limpios y ordenados del piso. Pero al correr las finas cortinas traslúcidas, aquellas manchas estaban de nuevo allí. Como una incógnita irresoluble. Dos charcos viscosos y anaranjados estampados contra las baldosas rojas de la angosta terraza.

Salió al frescor del día temprano y se agachó con el gesto torcido para examinar, una vez más, la extraña aparición. Alzó la vista y buscó en el cielo alguna respuesta, pero éste parecía distraído en sus quehaceres, empujando con suavidad algunas nubes livianas. Intrigado, volvió su atención a los charcos. Parecían, pensó el hombre, vómitos o extraños excrementos. Grandes, desde luego. Demasiado para lo segundo. Pudiera tratarse de vómitos de ave. De algún pajarraco irreverente y osado que hubiese elegido como objetivo recurrente su modesta terracita.

Sobre la perpendicular de la terraza, seis ventanas más arriba, la brisa matutina saltaba al interior de una cocina, agitando con disimulo el velo de la cortina. Las dos hermanas reían a hurtadillas, nerviosas. Mientras depositaban los cuencos vacíos en el lavadero.
Alba e Irene estaban cansadas de aquellos desayunos de mamá. Alba Villoria llevaba sus ocho años de vida tropezándose cada mañana con el mismo cuenco lleno hasta los bordes de aquella papilla de frutas. Lo habían intentado todo desde sus débiles e infantiles posiciones, pero su madre no cedía. Y la odiosa papilla resucitaba como el sol cada amanecer.

Sin embargo, unas semanas atrás, las hermanas habían dado con la solución. Teatralizaban el disgusto frente a su madre cuando ésta disponía sobre la mesa, frente a ellas,  aquel potaje denso. Pero aguardaban disimuladamente el momento en que la mujer se iba de la cocina, espoleada por el trajín de las muchas pequeñas cosas que hacer antes de acompañar a las niñas a la parada del autobús escolar. 

Entonces Alba sonreía con la victoria prendida de sus grandes ojos miel y moviéndose con rapidez, saltaba de la silla y cogía el cuenco con ambas manos, vigilando de no derramarlo sobre el suelo. Con cuidado, lo dejaba en la encimera, junto al lavadero; mientras, de un salto, se incorporaba sobre el mueble contiguo a la ventana. 

Con las medias negras caídas sobre los tobillos y la falda de cuadros del colegio bailando por encima de las rodillas, tapizadas de arañazos y pequeñas heridas. Sonreía azuzada por el espoleo de la adrenalina y la mueca de sus labios dibujaba dos preciosos hoyuelos en los carrillos. Tiraba del cordel de la cortina con precisión, descubriendo a través de la ventana, el cielo azul de mayo sobre los bloques de pisos del vecindario. 

Sin pensarlo dos veces, cogía el cuenco con el puré de frutas y proyectaba  rabiosamente su contenido hacia el infinito. Primero el suyo y luego el de su hermana Irene. Luego deshacía cada uno de los movimientos y con un fingido gesto de naturalidad, expulsaba la tensión de su cara mientras esperaba sentada con el cuenco vacío frente a su inocente figura, a que mamá volviese a comprobar que se habían terminado el desayuno.


Seis pisos abajo, la puerta corredera de la terraza del señor del quinto, chirriaba levemente preludiando la salida del anciano. Como tantas mañanas, el hombre se agachaba confuso y resignado junto a las manchas de puré de frutas y miraba al cielo perplejo, buscando una explicación silenciada por un cielo indiferente y unas nubes cómplices que planeaban distraídas sobre las barriadas de Torrejón de Ardoz.


Ángel Molina