martes, 2 de febrero de 2016

Charcos en la terraza



La luz de la mañana se había desprendido de toda la timidez del alba, y la tenue claridad de los primeros rayos irrumpía ya sin modestia alguna en el pequeño saloncito. 

Para entonces, el anciano del quinto llevaba ya un rato despierto. Era un hombre activo pese a sus setenta y pico inviernos. Ya se había afeitado, había pulverizado contra su cuello la fuerte colonia que le regalara su mujer en el último aniversario y se había vestido con el elegante y ligero pantalón beis de los miércoles. Tenía uno para cada día de la semana. 

Al salir del diminuto cuarto de baño, pasó por el dormitorio, itinerario obligado para acceder al pasillo. Hizo una pausa en el camino y besó a su mujer, que aún dormía. Luego acometió los metros que le faltaban y cruzando el pequeño comedor, llegó a la puerta de la terraza, a través de cuyos cristales la mañana había conquistado los rincones limpios y ordenados del piso. Pero al correr las finas cortinas traslúcidas, aquellas manchas estaban de nuevo allí. Como una incógnita irresoluble. Dos charcos viscosos y anaranjados estampados contra las baldosas rojas de la angosta terraza.

Salió al frescor del día temprano y se agachó con el gesto torcido para examinar, una vez más, la extraña aparición. Alzó la vista y buscó en el cielo alguna respuesta, pero éste parecía distraído en sus quehaceres, empujando con suavidad algunas nubes livianas. Intrigado, volvió su atención a los charcos. Parecían, pensó el hombre, vómitos o extraños excrementos. Grandes, desde luego. Demasiado para lo segundo. Pudiera tratarse de vómitos de ave. De algún pajarraco irreverente y osado que hubiese elegido como objetivo recurrente su modesta terracita.

Sobre la perpendicular de la terraza, seis ventanas más arriba, la brisa matutina saltaba al interior de una cocina, agitando con disimulo el velo de la cortina. Las dos hermanas reían a hurtadillas, nerviosas. Mientras depositaban los cuencos vacíos en el lavadero.
Alba e Irene estaban cansadas de aquellos desayunos de mamá. Alba Villoria llevaba sus ocho años de vida tropezándose cada mañana con el mismo cuenco lleno hasta los bordes de aquella papilla de frutas. Lo habían intentado todo desde sus débiles e infantiles posiciones, pero su madre no cedía. Y la odiosa papilla resucitaba como el sol cada amanecer.

Sin embargo, unas semanas atrás, las hermanas habían dado con la solución. Teatralizaban el disgusto frente a su madre cuando ésta disponía sobre la mesa, frente a ellas,  aquel potaje denso. Pero aguardaban disimuladamente el momento en que la mujer se iba de la cocina, espoleada por el trajín de las muchas pequeñas cosas que hacer antes de acompañar a las niñas a la parada del autobús escolar. 

Entonces Alba sonreía con la victoria prendida de sus grandes ojos miel y moviéndose con rapidez, saltaba de la silla y cogía el cuenco con ambas manos, vigilando de no derramarlo sobre el suelo. Con cuidado, lo dejaba en la encimera, junto al lavadero; mientras, de un salto, se incorporaba sobre el mueble contiguo a la ventana. 

Con las medias negras caídas sobre los tobillos y la falda de cuadros del colegio bailando por encima de las rodillas, tapizadas de arañazos y pequeñas heridas. Sonreía azuzada por el espoleo de la adrenalina y la mueca de sus labios dibujaba dos preciosos hoyuelos en los carrillos. Tiraba del cordel de la cortina con precisión, descubriendo a través de la ventana, el cielo azul de mayo sobre los bloques de pisos del vecindario. 

Sin pensarlo dos veces, cogía el cuenco con el puré de frutas y proyectaba  rabiosamente su contenido hacia el infinito. Primero el suyo y luego el de su hermana Irene. Luego deshacía cada uno de los movimientos y con un fingido gesto de naturalidad, expulsaba la tensión de su cara mientras esperaba sentada con el cuenco vacío frente a su inocente figura, a que mamá volviese a comprobar que se habían terminado el desayuno.


Seis pisos abajo, la puerta corredera de la terraza del señor del quinto, chirriaba levemente preludiando la salida del anciano. Como tantas mañanas, el hombre se agachaba confuso y resignado junto a las manchas de puré de frutas y miraba al cielo perplejo, buscando una explicación silenciada por un cielo indiferente y unas nubes cómplices que planeaban distraídas sobre las barriadas de Torrejón de Ardoz.


Ángel Molina

6 comentarios:

  1. Buen relato. Te mantiene cogido hasta el final, intentando averiguar de dónde salen las dichosas manchas. Ya podían darle una pista las pequeñas, al pobre e intrigado anciano.

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  2. Muchas gracias por el comentario, Humoreo.
    Pero las pobres no son conscientes de nada... Es lo que tienen esas edades. ¿Quién las pillara?

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  3. La inocencia de la infancia desatando las interrogantes de la vejez o cómo la preocupación de una madre por la alimentación de sus hijas puede desencadenar un principio de caos en el orden establecido. Buen relato, desde lo cotidiano y lo aparentemente simple, como se deben contar las cosas importantes.

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  4. Gracias Ben.Un placer tenerte por aquí.

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  5. Muy bien escrito y con ritmo. Recomendable

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