La luz de la mañana se
había desprendido de toda la timidez del alba, y la tenue claridad de los
primeros rayos irrumpía ya sin modestia alguna en el pequeño saloncito.
Para entonces,
el anciano del quinto llevaba ya un rato despierto. Era un hombre activo pese a
sus setenta y pico inviernos. Ya se había afeitado, había pulverizado contra su
cuello la fuerte colonia que le regalara su mujer en el último aniversario y se
había vestido con el elegante y ligero pantalón beis de los miércoles. Tenía uno
para cada día de la semana.
Al salir del diminuto cuarto de baño, pasó por el
dormitorio, itinerario obligado para acceder al pasillo. Hizo una pausa en el
camino y besó a su mujer, que aún dormía. Luego acometió los metros que le
faltaban y cruzando el pequeño comedor, llegó a la puerta de la terraza, a
través de cuyos cristales la mañana había conquistado los rincones limpios y ordenados
del piso. Pero al correr las finas cortinas traslúcidas, aquellas manchas
estaban de nuevo allí. Como una incógnita irresoluble. Dos charcos viscosos y
anaranjados estampados contra las baldosas rojas de la angosta terraza.
Salió al frescor del día
temprano y se agachó con el gesto torcido para examinar, una vez más, la
extraña aparición. Alzó la vista y buscó en el cielo alguna respuesta, pero
éste parecía distraído en sus quehaceres, empujando con suavidad algunas nubes
livianas. Intrigado, volvió su atención a los charcos. Parecían, pensó el
hombre, vómitos o extraños excrementos. Grandes, desde luego. Demasiado para lo
segundo. Pudiera tratarse de vómitos de ave. De algún pajarraco irreverente y
osado que hubiese elegido como objetivo recurrente su modesta terracita.
Sobre la perpendicular de
la terraza, seis ventanas más arriba, la brisa matutina saltaba al interior de
una cocina, agitando con disimulo el velo de la cortina. Las dos hermanas reían
a hurtadillas, nerviosas. Mientras depositaban los cuencos vacíos en el
lavadero.
Alba e Irene estaban
cansadas de aquellos desayunos de mamá. Alba Villoria llevaba sus ocho años de vida
tropezándose cada mañana con el mismo cuenco lleno hasta los bordes de aquella
papilla de frutas. Lo habían intentado todo desde sus débiles e infantiles
posiciones, pero su madre no cedía. Y la odiosa papilla resucitaba como el sol
cada amanecer.
Sin embargo, unas semanas
atrás, las hermanas habían dado con la solución. Teatralizaban el disgusto
frente a su madre cuando ésta disponía sobre la mesa, frente a ellas, aquel potaje denso. Pero aguardaban
disimuladamente el momento en que la mujer se iba de la cocina, espoleada por
el trajín de las muchas pequeñas cosas que hacer antes de acompañar a las niñas
a la parada del autobús escolar.
Entonces Alba sonreía con la victoria prendida
de sus grandes ojos miel y moviéndose con rapidez, saltaba de la silla y cogía
el cuenco con ambas manos, vigilando de no derramarlo sobre el suelo. Con
cuidado, lo dejaba en la encimera, junto al lavadero; mientras, de un salto, se
incorporaba sobre el mueble contiguo a la ventana.
Con las medias negras caídas
sobre los tobillos y la falda de cuadros del colegio bailando por encima de las
rodillas, tapizadas de arañazos y pequeñas heridas. Sonreía azuzada por el
espoleo de la adrenalina y la mueca de sus labios dibujaba dos preciosos hoyuelos
en los carrillos. Tiraba del cordel de la cortina con precisión, descubriendo a
través de la ventana, el cielo azul de mayo sobre los bloques de pisos del
vecindario.
Sin pensarlo dos veces, cogía el cuenco con el puré de frutas y proyectaba
rabiosamente su contenido hacia el
infinito. Primero el suyo y luego el de su hermana Irene. Luego deshacía cada
uno de los movimientos y con un fingido gesto de naturalidad, expulsaba la
tensión de su cara mientras esperaba sentada con el cuenco vacío frente a su
inocente figura, a que mamá volviese a comprobar que se habían terminado el
desayuno.
Seis pisos abajo, la
puerta corredera de la terraza del señor del quinto, chirriaba levemente preludiando la salida del anciano. Como tantas mañanas, el hombre se agachaba
confuso y resignado junto a las manchas de puré de frutas y miraba al cielo
perplejo, buscando una explicación silenciada por un cielo indiferente y unas
nubes cómplices que planeaban distraídas sobre las barriadas de Torrejón de
Ardoz.
Ángel Molina
Buen relato. Te mantiene cogido hasta el final, intentando averiguar de dónde salen las dichosas manchas. Ya podían darle una pista las pequeñas, al pobre e intrigado anciano.
ResponderEliminarMuchas gracias por el comentario, Humoreo.
ResponderEliminarPero las pobres no son conscientes de nada... Es lo que tienen esas edades. ¿Quién las pillara?
La inocencia de la infancia desatando las interrogantes de la vejez o cómo la preocupación de una madre por la alimentación de sus hijas puede desencadenar un principio de caos en el orden establecido. Buen relato, desde lo cotidiano y lo aparentemente simple, como se deben contar las cosas importantes.
ResponderEliminarGracias Ben.Un placer tenerte por aquí.
ResponderEliminarMuy bien escrito y con ritmo. Recomendable
ResponderEliminarGracias por el comentario, Ana.
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